Entre finales del siglo XVII e inicios del siglo XVIII los científicos comienzan a consolidarse como comunidad, y a adquirir presencia social. Se los identifica como productores de un saber universal garantizado por el juicio crítico de los miembros de la comunidad denominada la República de las Letras. Gracias a la vigencia de determinados códigos de cortesía, que regulaban la transacción de la información, durante mucho tiempo se pudo sostener el entramado de relaciones que la caracterizaban. Pero a partir de 1720 dichos códigos evolucionaron para garantizar que la comunicación respetara determinadas normas de control, contribuyendo a ello la expansión de la prensa periódica y la evolución del mercado editorial, que pusieron de manifiesto las contradicciones entre las exigencias de la cortesía, los intereses económicos y el concepto de información útil y fiable. El problema de la República de las Letras radicaba en que sus preocupaciones eran las de la comunidad de eruditos, y su audiencia se identificaba con los mismos miembros que la componían. Una de las consecuencias de este modelo fue el desinterés por las aplicaciones prácticas del conocimiento, otra que la cortesía encerraba sus tiranías, y el mérito de los trabajos era secundario frente al formalismo de las relaciones.
En la Ilustración emerge una nueva República que será el reverso de la antigua. Se pone en entredicho la autoridad del conocimiento erudito y libresco, demasiado tedioso y alejado del mundo. Para combatirla, se utiliza a menudo la metáfora del conocimiento como viaje, metáfora que abre camino a la idea del error como imprecisión, y que podía ser evitado por medio de una rigurosa disciplina. La utilidad entra a formar parte de los criterios básicos de orientación del saber. Las estrategias de redacción de textos, las formas de recabar datos y la gestión de la credibilidad se ligaron a la aparición y generalización de los instrumentos mecánicos, y con ello comenzaría la andadura de la historia de la objetividad, es decir, la historia de cómo determinado modo de crear información, aún vigente, llegó a cobrar autoridad.
En España los síntomas de esta nueva relación con el saber comenzamos a verlos con los novatores de finales del XVII, en la obra anónima Sinapia, o en la fundación del Real Laboratorio Químico en 1694, que en 1721 se fusionaría con la Real Botica, cuya andadura se remontaba a 1594. Durante el primer tercio del siglo XVIII se ponen en marcha algunas iniciativas para fomentar la cultura científica, como la creación de la Academia Médico Matritense (1734), la fundación del Real Seminario de Nobles (1725), o la publicación del Teatro Crítico de Feijóo (iniciada en 1726). Pero para incorporarse a las dinámicas europeas hacía falta fomentar los instrumentos de recogida de datos (aspecto en el que había un notable retraso), renovar la docencia sobre todo introduciendo las prácticas experimentales, y modernizar la lengua para crear un nuevo vocabulario que familiarizara al público con los nuevos objetos. A partir del reinado de Fernando VI los nuevos instrumentos comienzan a poblar espacios como aulas, periódicos, academias, talleres artesanales y gabinetes particulares, fundándose los Observatorios astronómicos y organizándose expediciones científicas.
Extractado de Nuria Valverde Pérez, Actos de precisión. Instrumentos científicos, opinión pública y economía moral en la Ilustración española, Madrid, CSIC, 2007, pp. 13-27.