Varias publicaciones recientes han surgido sobre la ciencia jesuita, particularmente en el ámbito norteamericano donde se concede nueva atención a su dedicación científica, tanto a las ciencias naturales como a las del hombre. Debe destacarse particularmente el grupo formado alrededor del P. John W. O’Malley en Boston (The Jesuits. Cultures, Sciences and the Arts, 2 vols., 1999 y 2006), dedicado originalmente al estudio de la espiritualidad jesuita, pero luego también a las ciencias, sobre lo cual ha convocado ya dos importantes congresos internacionales recientemente publicados. En el campo de los estudios hispanoamericanos también acaba de salir una antología de estudios sobre la ciencia natural jesuita en el Nuevo Mundo (El saber de los jesuitas). Otros grupos de trabajo se afanan por lo mismo en Europa (aunque centrando la atención en la ciencias exactas y naturales), particularmente en Francia (Luce Guiard, Antonella Romano, etc.), sucediendo al primitivo grupo interno –formado por jesuitas mismos– de finales del XIX en España, Italia y Alemania, que sentaron las bases documentales de la actual erudición académica sobre la historia de la Compañía de Jesús. Hace tiempo, pues, que este grupo confesional religioso, creado primeramente dentro del espíritu más depurado de la reforma religiosa en el campo católico (entre Iberia, Francia e Italia) en íntimo contacto con la reforma protestante, está llamando la atención de los académicos. Pero quienes se reúnen ahora a trabajar sobre jesuitas no son –como antiguamente– los propios jesuitas, ni siquiera un grupo confesional.
El saber académico al que se han dedicado los jesuitas con más asiduidad ha sido a la historia natural, en un sentido lato: incluyendo la geografía humana, la cartografía, la astronomía, la botánica y zoología comparadas, pero también la antropología, la lingüística y la religión comparadas. También se dedicaron a los géneros ligados a la literatura de viajes, porque los jesuitas han sido siempre viajeros impenitentes, misioneros peregrinos. confesional del campo católico. Horacio Capel, en su obra La física sagrada (1985) dedicada a los estudios geográficos y prehistóricos por parte de intelectuales pertenecientes a órdenes religiosas varias, reconocía la devoción particular de la Compañía a los estudios de historia natural, frente a los franciscanos (con devoción a la física), o los dominicos (a la matemática). Ligado a su conocido cultivo directo de los clásicos, en una línea renacentista novedosa pero también compatible con el humanismo tomista y su base en Aristóteles, la visión de la creación divina como una obra lógica y teleológicamente útil les hacía innecesarias a jesuitas y dominicos la fe en los milagros y la posibilidad de manipulación natural, en que preferían insistir por su parte los franciscanos. Así es como privilegiaron una concepción organicista del universo llena de metáforas y comparaciones, y abandonaron en general el campo de la física, la química y la
magia. Fueron más amigos de las colecciones de libros y objetos, y del campo amplio de la erudición comparada, que del laboratorio físicoquímico y de los experimentos mecánicos.
Ya analizó este fenómeno anteriormente Hugh Kearney, en su clásica obra de síntesis Orígenes de la ciencia moderna, 1500-1700 (ed. esp. 1972)señalando la interrelación entre algunas filosofías clásicas fundamentales (la aristotélica u organicista, la platónica o mágica, y la de Arquímedes o mecanicista, etc.) y el desarrollo inicial de algunas ciencias modernas claves (respectivamente de la historia natural y astrología, de la física y química, y finalmente de las matemáticas y la ingeniería). En esta historia general de la ciencia moderna salen alguna vez mencionados los jesuitas, ligados siempre a la corriente organicista y a la historia natural. En este libro de carácter introductorio, pero de tesis y método relativamente novedosos, se denuncia la acostumbrada historia «progresista» (tan extendida) de la ciencia, como si fuera una «revolución permanente» donde los hombres han ido descubriendo cada una de las posiciones que la ciencia ha ido tomando posteriormente, en una especie de historia providencial y teleológica. Él se refirió a este grupo historiográfico como practicante de la «historia whig de la ciencia», siguiendo en ello especialmente a Herbert Butterfield, crítico de la tradicional interpretación política laborista de la propia historia constitucional inglesa (whigs contra torys). Pero su actitud no era realmente excepcional, pues le seguiría en la academia americana la actual corriente historicista de George W. Stocking y Thomas Kuhn, paradigmáticos historiadores de la antropología y de la física, respectivamente. En el campo hispanohablante se conectarían directamente con las posiciones renovadoras de historiadores como José A. Maravall o de Edmundo O’Gorman. Kearney proponía ver la ciencia como un campo abierto a varias tradiciones intelectuales contemporáneas, en la que operan tanto elementos racionales como no racionales, y en la cual fueron muy activas las diferentes analogías conceptuales establecidas con relación a diversas filosofías clásicas (con modelos como el organismo, la magia y la máquina).
A lo largo de un amplio espacio secular –del XV al XVIII– se desarrolló prodigiosamente un tipo de escritos –en varias lenguas, pero especialmente en castellano– que se ocupaba en particular de narrar a los lectores comunes todo género de novedades sobre las tierras, recursos naturales y las sociedades humanas descubiertas en el Nuevo Mundo. Los viajeros aprovechaban cuanto podían la novedad y el desconocimiento previo de toda materia americana para atraer a su amplia audiencia, pero esta interesante materia era susceptible de ser tratada nuevamente por los filósofos, no todos ellos viajeros. Aunque toda esa amplia producción fuera conocida como «crónicas de Indias» –de modo un poco aproximativo y vago–, o más modernamente como «literatura de viajes», en realidad se trataba de una gama bastante variada, literariamente hablando: es decir, acogida bajo géneros muy diferentes, que iban desde las cartas eruditas hasta las historias regionales y los ensayos de cierta altura, incluso filosófica. Este tipo de escritos empleaban frecuentemente referencias comparativas al Viejo Mundo y a los fenómenos conocidos para informar mejor a los lectores de la novedad americana, o para poder formular alguna generalización nueva, pretendiendo con ello explicar satisfactoriamente su propia novedad. Naturalmente, tales comparaciones y referencias al mundo conocido incluían frecuentemente metáforas particulares, familiares a los lectores, necesarias para la descripción e identificación de los fenómenos nuevos.
De todas las metáforas empleadas por las crónicas de Indias, y en particular por las jesuitas, con valor de «exploración a tientas de lo desconocido», creo que sobresalen por su generalidad y eficacia las que operaban entre la historia natural y la moral. Bien se ve en la historia natural de Acosta la función esclarecedora que ejercen –en relación a las cuestiones que deben iluminar– las metáforas, en el peor de los casos. En la mayoría de ellos, sin embargo –tras la oportuna acumulación de casos y de opiniones diversas sobre las causas de un fenómeno físico dado–, vemos aparecer la metáfora (acertada o desacertada, según los casos) como un intento de hallar o facilitar la salida explicativa correcta. Acosta procede normalmente partiendo de la experiencia, antes de elevarse a analogías o explicaciones causales: o, al menos, prefiere presentar de ese modo su «discurso» explicativo. Otras veces, sin embargo, muestra sinceramente su proceso discursivo en forma de refutación de una teoría previa, more scholastico. Cuando hay un autor de reconocida autoridad que dice algo –especialmente Aristóteles y los filósofos griegos–, y la experiencia dice lo contrario, nuestro autor no duda en su elección. Al contrario, es ahí justamente donde se inicia la actual investigación, en la nueva experiencia. La experiencia es el origen de todo conocimiento cierto para nuestro autor, en lo cual no es un aristotélico desleal, y es por eso que adopta hacia Platón actitudes muy despegadas, e incluso irónicas y hasta sarcásticas, como en su explicación del mito de la Atlántida. nuestro autor es partidario decidido de valorar por encima de todo las experiencias precisas, algunas de las cuales ha llevado a cabo él mismo. Experimentó nuestro autor muchas veces, tanto en temas de historia natural como moral, casi siempre con resultados estratégicos: con los eclipses de sol en Perú y España para saber la diferencia horaria; con los cientos de minerales, plantas y animales de que se ocupa su historia. Experimentó el autor luego con los tipos de arquitectura y puentes, midiendo algunos monumentos indianos (Tiaguanaco, Sacsahuaman, Desaguadero…), con las formas de pesca o navegación, con los modos de extraer plata y perlas, etc., y de modo especial con los modos de escritura: con la escritura china (en México) y japonesa (en El Escorial), la mexicana, la peruana, etc. Su historia indiana, como los libros de viaje y el género de las historias naturales y morales, está llena de confidencias personales.
Extractado de Fermín del Pino Díaz, "La historia natural americana como campo metafórico. A propósito de la ciencia jesuita temprana, en estudios recientes", Dialogía: revista de linguística, literatura y cultura, 3, 2008, pp. 213-244. Perú, Instituto de Estudios Mijail Bajtín. Ilustración: Christoph Scheiner (1575-1650), descubridor (aunque no el único) de las manchas solares en 1611.