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CIENCIA MODERNA Y CULTURA VISUAL. Arturo Morgado García

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En el preludio de la ciencia moderna la generación del conocimiento científico estaba intrínsecamente unida a la producción de imágenes de la naturaleza, tanto en el ámbito de la zoología, la botánica y la medicina como en el de la astronomía, la cosmografía y la cartografía. Es aquí donde los artistas y artesanos ejercieron su influencia sobre la manera de dar a conocer el mundo natural. El género theatrum, que tan buenos frutos dio a la geografía, a la medicina, a la química y a la tecnología, representa un buen ejemplo del dominio cognoscitivo del mundo tras el control de la naturaleza. Este y otros géneros narrativo-visuales como los tratados, los tesoros o los atlas ocuparon un lugar privilegiado en la Europa moderna en tanto que museos sin muros. Su capacidad para recrear el mundo conocido a través de imágenes hacía de ellos instrumentos eficaces en el intento de apresar el mundo natural. Durante los siglos XVI y XVII —y a raíz tanto de los grandes viajes de los descubrimientos como del renacimiento de algunas corrientes de la filosofía antigua— se ejerció una fuerte presión sobre la naturaleza bajo las rúbricas de la observación, la descripción y la acumulación como formas de aproximación, estudio, catalogación, colección y publicación que la ciencia moderna hizo suyas en consonancia con ciertos estilos artísticos. El resultado de estos fundamentos epistemológicos, que se ha dado en llamar epistemología artesanal, desembocó en imágenes particulares realizadas en muchas ocasiones ad vivum.

Lo que hoy llamamos cultura visual gozó en la temprana cultura moderna europea de un prestigio sin precedentes. Las nuevas representaciones de la vegetación, de la fauna, del cuerpo humano o del espacio interrumpieron desde la vida cotidiana hasta las hegemónicas cortes como medios de explicación donde la imagen se presentaba como evidencia empírica. Las imágenes del saber recordaban —a la manera de fieles imitaciones de la naturaleza— aquello que previamente había sido visualizado. Hacían visible lo invisible.
No es fruto de la casualidad el hecho de que los curiosos emprendedores de la época estuvieran acompañados de artistas, de aquellos artesanos que construían con sus trazados la memoria del mundo natural. La sistematización de creencias es posterior a la observación,a la experimentación, al trabajo de aquellos que también trabajaban con sus manos. La relación de cooperación que mantuvieron la representación visual de la naturaleza y la ciencia dominaron el mundo moderno, y como consecuencia de esta fructífera unión se estableció el vínculo a través del cual el arte y la ciencia, la epistemología artesanal
y la filosofía natural estrecharon sus lazos. Las imágenes tenían la virtud de satisfacer la legibilidad del mundo. Éste se hacía más comprensible mediante representaciones visuales que mediante palabras. Lo visual no se impuso al arte de la escritura, sino que complementó y cooperó con ella. Y esto, la mayoría de las ocasiones, fue un trabajo de los artistas y de los artesanos, de los alquimistas, de los cartógrafos, de los anatomistas. La ansiedad empírica de todos ellos por capturar la realidad visual modificó, como el comercio o lo nuevos descubrimientos geográficos, muchas de las actividades de la práctica humana relacionadas con la representación visual: la navegación, la cosmografía, la historia natural, la botánica, la zoología, la anatomía.

Muchos y muy dispares son los campos que abarca el mundo de la representación visual, y muchos son también los autores que han manifestado un especial interés por las condiciones bajo las que la cultura visual y la ciencia han aunado sus esfuerzos, casi siempre desde el punto de vista del arte y especialmente a partir del último cuarto del siglo XX. En 1998 J.V. Field y Frank A. James editaron un número monográfico para el British Journal for History of Science bajo el título Science and the Visual. Años antes, del 12 al 14 de Julio de 1995, se había celebrado un congreso en la Royal Society de Londres —con la colaboración de la British Society, la Association of Art Historians y el Committee on the Public Understanding of Science (COPUS)— titulado The visual Culture of Art and Society from the Renaissance to the Present. Más próximo a la problemática de los libros que aquí se reseñan, en 2006 se publicó un monográfico en Isis editado por M. Norton Wise y dedicado de nuevo a la ciencia y la cultura visual.

A partir de los últimos años del siglo veinte y con especial acento en los Estados Unidos, algunos autores como Peter Galison y Caroline A. Jones (Picture Science Producing Art, 1998) marcaron las pautas bajo las que podían encontrarse a medio camino la historia de la ciencia y la historia del arte. Ambos se preguntaron por los presupuestos epistemológicos bajo los que, tanto los objetos de la ciencia como los objetos del arte, cobraban visibilidad, y hasta qué punto esa cultura de la imagen no superaba los límites de la actividad artística y científica. En cualquier caso, se trata de actividades que en su proceso de creación dan vida a la cultura, estableciendo nuevas representaciones mentales y nuevos objetos materiales. En esta línea Lorraine Daston editó unos años después su Things that Talk: Object Lessons from Art and Science  (2004) para corroborar así los resultados tan fructíferos que se obtienen desde el análisis de las conexiones, más que de las diferencias, que existen entre distintas ramas del saber. Es en la intersección transdisciplinar de las diferencias —es decir, en las similitudes— donde acontecen muchos de los productos de la ciencia. 

Paula Findlen (Possessing Nature, 1994) , desde la recuperación de los actores marginales como promotores de la ciencia moderna y la consideración de los museos como lugares donde se estaba formando una nueva ciencia, ha dado buena cuenta de la fiebre coleccionista que vivió sobre todo el Renacimiento italiano gracias a la afición humanista por la imitación. Según Findlen, la identificación del coleccionista moderno con la reproducción como forma de expresión, además de los usos metafóricos del intercambio, produjo una gran proliferación de imágenes. Años después de sus más conocidas publicaciones Paula Findlen, en colaboración con Pamela H. Smith, editó Merchants and Marvels (2002), donde las editoras, ya en la introducción, ponen de manifiesto el nuevo giro que dio la representación artística y científica del mundo natural y del entorno material en un contexto dominado por el comercio global, las empresas imperialistas y las relaciones de mecenazgo. Desde la cartografía náutica a la historia natural de las Indias pasando por el estudio de las plantas medicinales, los contribuyentes a este volumen ponen el acento en “los primeros europeos modernos que dominaron la naturaleza a través de la tecnología a una escala sin precedentes, haciendo de la conquista de la naturaleza un imperativo político desde el siglo dieciséis hasta el dieciocho. Sus actividades se vieron reflejadas en el desarrollo de varias artes y ciencias dedicadas a la imitación de la naturaleza, la emergencia de nuevas concepciones de la naturaleza que respondieron a cambios políticos y materiales, y a un nuevo discurso sobre la naturaleza que llegaría a ser una fuerza cultural central en la sociedad occidental. Por eso debemos entender mejor las interconexiones entre diversos aspectos del proyecto de entendimiento, descripción y conquista de la naturaleza en orden a apreciar el significado de estos nuevos desarrollos”.

Stuart Clark ha intentado conjugar, en su Vanities of the Eye (2007), la fuerza de las imágenes con la historia cultural de los sentidos y de las emociones en situaciones de delirio, como puede ser la demonología, la magia, la locura, la licantropía o la melancolía. En honor al libro del académico oxoniense George Hakewill (1578-1649), The Vanitie of the eye, publicado en 1608, Clark se ha preguntado por la naturaleza de la visibilidad en el período que va entre la Reforma y la Revolución Científica ¿Cómo la vista conformaba conocimiento objetivo en su relación con el mundo exterior en una época donde el carácter fiable de la visión se convirtió en el centro de las grandes preocupaciones contemporáneas? ¿Qué papel jugaron las filosofías cartesiana y hobbesiana, entre otras, en el amplio debate epistemológico sobre las conexiones entre lo real y lo virtual? El autor deambula a lo largo de todo el libro entre las tipologías conceptuales contemporáneas con las que se identifican las vanidades del ojo y el desarrollo cronológico de la moda del artificio visual (la brujería y las apariciones), la exploración de la demonología, la reforma protestante, la magia natural y el escepticismo filosófico —o relatividad de la percepción visual. Más concretamente, Sturart Clark analiza tres delirios o falsas ilusiones del mundo moderno: naturalia, artificialia y diabólica. Fueron los intelectuales contemporáneos quienes plantearon la hipótesis de la fiabilidad de los ojos y la maleabilidad de la vista. Fueron ellos quienes fomentaron la sospecha de las falsas apariencias y la desconfianza hacia la suprema objetividad de la vista como narrador imparcial del mundo. La vista como constructo y el ojo como interprete ven lo que quieren ver. No sólo se produjo una reforma religiosa, sino también una reforma orgánica, corporal: la reforma de los ojos. La brujería, por ejemplo, “obligó a los intelectuales modernos a confrontar resultados que estaban en el corazón de la epistemología contemporánea”.

¿Cuáles fueron los motivos por los que se dedicó una enorme cantidad de esfuerzo a buscar y adquirir información descriptiva precisa sobre las cosas naturales? ¿Por qué estas preocupaciones se situaron en el centro de la nueva ‘filosofía natural’? Algunos autores como Mario Biagioli (Galileo Courtier, 1993) han intentado explicar los valores de la ciencia moderna mediante la conexión entre el estatus social, la credibilidad y el espacio de legitimación del conocimiento. Un escenario instituido por el mecenazgo y donde la nueva filosofía natural intentaba autoestablecerse en la cultura del absolutismo político. Otros como Steven Shapin (A Social History of Truth, 1994) han pensado en la identificación de agentes fidedignos como fuente de constitución del conocimiento, en un mundo educado por y para la confianza y la verdad como grandes estandartes del orden moral. Sin desmentir las tesis de estos autores Harold Cook (Matters of Exchange, 2007)  ha defendido que los valores de la ciencia parecían ser aquellos que gobernaban el mundo del comercio y el mercantilismo: el viaje, el intercambio, la conmensurabilidad —las dificultades que se derivan de encontrar un patrón de medida—, la credibilidad, las mejoras materiales y la preferencia por un lenguaje claro y preciso. Tanto en un campo como en otro existía un cierto compromiso por el conocimiento objetivo y una mirada atenta de las colectividades hacia la forma en que ese conocimiento se presentaba. Cuando este tipo de valores se convirtieron en el objeto de la filosofía natural un cambio se produjo en la forma de hacer ciencia. Los valores inherentes al mundo del comercio sentaron las bases del establecimiento de la nueva ciencia. El movimiento de personas y de objetos, el cambio y conocimiento del mundo tras su descubrimiento, la acumulación de datos y su catalogación desembocaron en esta serie de valores que afectaron tanto a comerciantes como a anatomistas.  La objetividad tuvo el poder de abrir los apetitos, incluso de alterar las percepciones, los conceptos y las estructuras morales.

¿Existió la objetividad como tipo de conocimiento antes del siglo XVIII? Mientras autores como Lorraine Daston y Peter Galison (Objectivity, 2007) han estudiado la objetividad en contraste con la subjetividad, aunque sin negar una previa prehistoria de la objetividad, Cook se ha referido al conocimiento objetivo en el período moderno como un tipo de conocimiento que se generaba mediante la familiaridad con los objetos de la naturaleza, sin siquiera hacer referencia a la intuición o al conocimiento innato. Sólo a través de la experiencia corporal con el mundo se producía un intercambio de información. Muchos modernos, según Cook, consideraron el estudio de los objetos naturales como el más alto grado de conocimiento. Los valores inherentes a esta actividad inundaron el discurso de la filosofía natural, una filosofía que no surgió del honor aristocrático sino desde los objetivos valores inculcados por el comercio.

Extractado de Antonio Sánchez, "Ciencia moderna, cultura visual y epistemología artesanal", Asclepio, XLI, 1, 2009, pp. 259-274. Ilustración: Alberto Durero, Morsa (1521).

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