Acabamos de comprobar que en la convocatoria de becas de colaboración de este año, de forma inopinada, se han endurecido los requisitos para su concesión, elevándose la nota media al menos en un punto, que en el caso concreto de las Humanidades y las Ciencias Sociales ha sido de un punto y medio.
Hay varias reflexiones al respecto. En primer lugar, la eterna discriminación de las Humanidades y las Ciencias Sociales con respecto a otras áreas de conocimiento. Es cierto que no contribuyen (o, al menos, no aparentemente) a lo que se llama la economía productiva. Tampoco lo hace que sepamos la ingeniería financiera, que es la que mueve el mundo en la actualidad, aunque la utilidad de esta última ningún preboste la cuestione. Es cierto que el Museo del Prado no sirve para nada (total, podríamos vender cuadros para pagar la deuda), y que tampoco lo hace la Biblioteca Nacional. Pero sin esas cosas que no sirven para nada, como el arte, la literatura, la historia o la música, que son las que nos hacen tomar conciencia de quienes somos y de dónde venimos, nuestra diferencia con los primates sería mínima.
Una segunda cuestión al respecto. La beca de colaboración ha supuesto tradicionalmente el primer paso de la carrera académica para muchos de los que en la actualidad formamos parte de las instituciones universitarias. La exigencia de una nota mínima ha conllevado la planificación del esfuerzo académico, planificación que no es fácil y que requiere unas elevadas dosis de sacrificio por parte del aspirante, al que de pronto le cambian las reglas del juego en mitad del partido, con lo que todo su esfuerzo no ha valido absolutamente para nada, amén de que supone un agravio comparativo con respecto a beneficiarios de años anteriores a los que se les pedía una nota más baja.
En tercer lugar, mucho nos tememos, aunque esperamos equivocarnos, que esta medida será aceptada sin rechistar por los responsables del gobierno de las instituciones universitarias, que tradicionalmente juegan al papel de virreyes cuando el que les corresponde es el de tribunos de la plebe. En el caso de universidades pequeñas, porque objetivamente no tienen fuerza, y en el caso de las universidades grandes, porque la complejidad de su gobierno y la necesidad de codearse con las altas esferas les aparta por completo del contacto directo con la realidad.
Y una cuarta y última reflexión. Estas líneas no servirán para nada, tan sólo para el desahogo de quien las escribe y para alimentar el descontento de quien las lea. No llegarán a ningún alto cargo educativo, y mucho menos al ministro, al que tampoco le llegarán jamás las quejas del ciudadano normal y corriente. Por si alguien no lo sabe, para formular una queja en el Ministerio de Educación, hay que tener el certificado digital, lo que ya de entrada constituye un elemento disuasorio (no todo el mundo lo tiene, el que lo tiene a veces solamente lo tiene en un ordenador, a veces el java que le piden no lo tiene instalado, etc), con lo cual el volumen global de quejas se encontrará limitado estadísticamente, y nuestros responsables gubernamentales vivirán cómodamente instalados en ese mundo virtual que tanto les gusta.
Se objetará: no hay dinero. Puede que no lo haya, pero es que hemos equivocado por completo las prioridades. Hemos preferido gastar en terminales aéreas mastodónticas como la T-4, en llenar toda la geografía de autovías, o en construir kilómetros y kilómetros de Alta Velocidad. Pero, como siempre, se olvida la inversión en conocimiento, Y una sociedad que no invierta en la producción de conocimiento es una sociedad abocada a la ignorancia, el aborregamiento, la dominación por parte de terceros, y el seguidismo ciego al líder reflejado en votaciones a la búlgara. Pero si esto es lo que se pretende, y si lo que se quiere es caminar hacia una sociedad de burros con dos patas, nos parece una medida absolutamente coherente, por lo que habrá que felicitar a sus responsables por su clarividencia intelectual.