La tesis doctoral de José Ramón Marcaida López, Juan Eusebio Nieremberg y la ciencia del Barroco (Universidad Autónomo de Madrid, 2011) ofrece un magnífico panorama de la cultura visual de la primera mitad del siglo XVII, en el que se analiza tanto la producción del jesuita, como el fenómeno de los gabinetes de curiosidades, como el género pictórico de la vanitas, todo ello desarrollado con una gran brillantez. Son especialmente llamativas las páginas dedicadas al ave del paraíso, que durante mucho tiempo se consideró no tenía piernas, creencia aún existente en el siglo XVIII, y de la que se hacía eco Fray Martín Sarmiento: “Esas plumas del ave del paraíso no me causarían admiración si las viese, pues hace años, que tuve en la mano, y en mi celda, toda la ave entera, con sus dos casi alambres. Trájola un P. Jesuita desde Filipinas a Madrid, este se la dio al P. Terreros jesuita, y este la trajo a mi celda para que yo la viese verdadera, pues solo pintada la había visto antes...es cierto que no tienen pies, y que con los dos alambriplumas, se enroscan en los árboles, como el camaleón lo hace con la cola, y lo mismo hacen los micos. Nunca posa en el suelo, y casi lo mismo hace el vencejo, pues por tener los pies tan pequeños, y las alas tan grandes, no pueden levantar el vuelo, sobre esta creencia me pegó un chasco un vencejo...yo dijera que Dios creó esa ave para que fuese medio entre las aves y las mariposas. Acaso por no advertir que debe ser ave de paso, creerían que venía del paraíso, como acá creyeron otros que las cigueñas vienen del cielo de la luna” (Correo Literario de la Europa, 13 de junio de 1782).
Fue durante los siglos XVI y XVII, con la creciente expansión comercial, cuando se potenció el desarrollo de técnicas que permitieran conservar y aprovechar los bellos atributos de estos especímenes una vez muertos. Dos fueron las técnicas de preservación más empleadas. La primera consistía en secar, bien en un horno o mediante la aplicación de sustancias secantes -entre las que podían incluirse especias como la pimienta-, el cuerpo de un ave a la que previamente se habían extraído las vísceras. El naturalista francés Pierre Belon describe este método de «momificación» por secado en su obra L’Histoire de la nature des oyseaux (1555), una de las primeras fuentes escritas con instrucciones concretas acerca de la preservación de pájaros. La segunda técnica, más sofisticada, consistía en separar la piel, con las plumas, del cuerpo del ave y tratarla con una mezcla de sustancias secantes. Posteriormente, la piel podía rellenarse con algún material blando, como lana o paja, o bien se fijaba sobre un soporte rígido que tuviera la forma del cuerpo del ejemplar cuando estaba vivo. Mediante esta técnica se lograba mayor durabilidad, y el preparado resistía mejor el ataque de los insectos. No obstante, se requería una gran habilidad para obtener, primero, y recomponer, después, una piel con todo su plumaje intacto, sin roturas o marcas de costuras visibles, y con una apariencia naturalista. Esta técnica aparece descrita, por ejemplo, en tratados de la época dedicados al arte de la caza, en los que se detalla el uso de especímenes disecados como señuelos -táctica para la que resultaba fundamental que el animal muerto pareciera seguir estando vivo. Este segundo método se empleó durante largo tiempo, pues bien entrado el siglo XVIII el naturalista francés René-Antoine Ferchault de Réaumur, una de las figuras centrales en la historia de la taxidermia, lo incluía en su repertorio de técnicas de preparación.
La historia de estas aves -naturales de Nueva Guinea y del complejo entramado de islas que conforman el archipiélago de las Molucas- comienza con los relatos de los primeros viajeros y comerciantes que, a principios del siglo XVI, recorrieron y exploraron aquellas regiones en busca de nuevas rutas para el comercio de especias. Es una historia que nace también con las reacciones ante la llegada de los primeros ejemplares del ave a Europa, especímenes alterados y preservados de tal forma que sus características físicas dieron pie a conjeturas de orden naturalista y simbólico ciertamente novedosas y sugerentes. La más problemática fue, sin duda, la disquisición en torno a la supuesta naturaleza ápoda. de estos pájaros, que contradecía la aserción de Aristóteles de que todas las aves están dotadas de patas. Una polémica alimentada, sobre todo, por el tipo de especímenes al que tenían acceso los exploradores y comerciantes europeos: ejemplares preparados según el método empleado por los cazadores nativos para tratar y conservar los preciados plumajes de estas aves, que implicaba cortarles las patas, y a menudo las alas o la cabeza, además de destriparlas y disecarlas. Unos ejemplares, en definitiva, determinados por las técnicas de preservación.
Las primeras noticias acerca de estos «passaros myrrados» no hacen referencia a esta supuesta naturaleza ápoda que con el tiempo se convertiría en su rasgo más característico. Wilma George («Sources and background to discoveries of new animals in the sixteenth and seventeenth centuries», History of Science 18:2, 40, 1980) atribuye la primera descripción del ave del paraíso al portugués Tomé Pires, autor de una Suma Oriental que trata do Mar Roxo até aos Chins escrita entre 1512 y 1515 y que permaneció inédita, salvo una selección incluida por Giovanni Battista Ramusio en su recopilación de relatos Navigationi et Viaggi. El relato de Pires reúne algunos de los tópicos que posteriormente constituirían la descripción típica de este ave: su asociación al cielo y a lo divino («passaros de Deus»), las dudas acerca de su alimentación, su uso para la elaboración de adornos vistosos, o su alto valor como mercancía; pero no incluye ninguna alusión a la falta de patas. Es más, otro de los primeros y más citados testimonios acerca de estas aves, el del explorador y cronista italiano Antonio Pigafetta, hace referencia a dos ejemplares con patas, e incluye una breve descripción de éstas. Se trata de las aves que llegaron a Sevilla en septiembre de 1522 a bordo de la nave Victoria junto al resto de la expedición que,al mando de Juan Sebastián Elcano, tras la muerte de Fernando de Magallanes, había completado la primera vuelta al mundo.
Poco después del regreso de la expedición de Magallanes a España, Maximilianus Transilvanus, secretario de Carlos I, escribió acerca de estos mismos ejemplares en una carta enviada al cardenal arzobispo de Salzburgo, Mateo Lang, el día 5 de octubre de 1522.37 En lugar de dos, como en el relato de Pigafetta, Transilvanus habla de «cinco aves de aquellas manucodiatas», «que tienen por cosa celestial, y aunque están muertas jamás se corrompen ni huelen mal, y son en el plumaje de diversos colores y muy hermosas, y de tamaño de tortolillas, y tienen la cola larga harto, y si les pelan una pluma les nace otra aunque estén muertas; las cuales llevan los reyes cuando van a pelear con sus contrarios, y tienen por cierto que teniéndolas consigo están seguros en la batalla y que no pueden ser vencidos de sus enemigos». Antes, en su carta, Transilvanus explica la asociación de estas aves con lo divino y paradisiaco. Y alude, por primera vez, al supuesto vuelo perpetuo de estos pájaros, aunque en ningún momento señala si los ejemplares que describe carecían o no de patas: «andan volando, sin que jamás las viese persona alguna asentar en tierra, ni en árbol, ni en otra cosa que en la tierra sea, y así andan volando siempre por el aire sin posar en parte alguna, hasta que cansadas, desfalleciendo, caen en tierra muertas, y no las toman vivas».
Como ha señalado Brian Ogilvie (The science of describing. Natural history in Renaissance Europe, Chicago, 2006) la idea de un pájaro en vuelo permanente avanzada por Transilvanus, por fantástica que pareciera, quedaba corroborada en gran medida por la observación de los pocos ejemplares que iban llegando a Europa: cuerpos disecados reducidos prácticamente a su plumaje y sin patas con las que poder posarse. Es probable, por tanto, que la creencia en la naturaleza ápoda del ave del paraíso surgiera a partir de estas dos experiencias: los testimonios de viajeros o informantes locales acerca del ave y sus hábitos, por un lado, y, sobre todo, la observación directa de los ejemplares preservados, por otro.
Extractado de José Ramón Marcaida López, Juan Eusebio Nieremberg y la ciencia del Barroco. Conocimiento y representación de la naturaleza en la España del siglo XVII, Tesis doctoral, Universidad Autónoma de Madrid, 2011, pp. 245-249. Ilustración: Paul de Vos, Variedades de aves (siglo XVII), Museo de la Real Academia de San Fernando,