Hace unos cuantos días un compañero nos comentó que la revista de nuestro Departamento, por razones, evidentemente, económicas, debía dejar de ser editada en lo sucesivo en papel y ceñirse solamente al formato electrónico. En aquel momento le comenté que éramos totalmente partidarios de ello, por cuanto el papel genera una serie de gastos que nunca son reintegrados, la difusión es bastante limitada, y, lo que no es menos importante, ocupa espacio. Ciertamente, el formato electrónico tiene una serie de ventajas, y hay que aclarar que somos absolutamente partidarios del mismo. Es inmediato, cualquier cosa que se escriba puede ser colgada automáticamente en la red. Su difusión es universal, basta con tener una conexión a Internet para que desde cualquier parte del mundo se pueda leer (cualquiera que se haya dado de alta en academia.edu lo habrá comprobado). Desde el punto de vista económico, es mucho menos costoso. Se obvia la tiranía de los evaluadores en el caso de la autoedición. Y las publicaciones no ocupan espacio, basta llevar el casi indispensable pendrive en el que ya encerramos toda nuestra vida para cargar con ellas.
Pero estamos generando un tipo de conocimiento totalmente distinto al que hasta entonces había imperado. Desde que se inventó la escritura, lo escrito era producido con la voluntad de permanencia, y gracias a este formato han llegado hasta nuestros días papiros egipcios, tablillas asirias, pergaminos medievales, o libros decimonónicos. Cuando un autor escribía, en el fondo, lo hacía siempre con vocación de eternidad, eternidad de la que el viejo adagio latino scripta manent se hacía eco, frente al carácter efímero de la palabra. Y el conocimiento que se producía era un conocimiento al que siempre se podía volver acudiendo de nuevo a los libros en los cuales estaba depositado. Ahora, ya no será así. Produciremos conocimiento almacenado en unos servidores informáticos, que no durarán milenios, y, probablemente, ni siquiera siglos. Quien esto escribe ya ha pasado por los disquettes de cinco y cuarto, los disquettes de tres y medio, los CD, y, actualmente, los pendrives, y sabe de sobra que no son eternos ni permanentes, y que son mucho más vulnerables que el papel. Dentro de veinte, cincuenta, o cien años, es muy probable que sea absolutamente imposible el acceso a las revistas que se están pasando actualmente en masa al formato electrónico, y el conocimiento producido en las mismas será olvidado para siempre (para ser honestos, muchas veces no merece otra cosa). Se nos responderá que Internet ya está absolutamente consolidado y que es totalmente irreversible, y sería necesario que hubiera un cataclismo postnuclear para que se fuera al traste, lo cual es cierto, y de producirse, poco nos importaría que las revistas almacenadas en formato electrónico fuesen o no asequibles. Pero la vieja idea romántica de aquel pasado en el cual unos monjes conservaron celosamente el saber al resguardo de los bárbaros, ya no podría repetirse, y no volvería a haber un San Leibowitz al que rendir culto.
Lo cierto es que uno va llegando cada vez más a la conclusión de que no se produce conocimiento para que avance el conocimiento. Se produce conocimiento para que avance el curriculum.