En la alta sociedad francesa de inicios del siglo XVIII, la buena costumbre quería que las damas prefiriesen los gatos a los perros, y que cuando ellas perdieran a su animal favorito, mostrasen un gran dolor. La duquesa de Maine, hijastra de Luis XIV, estuvo inconsolable cuando falleció su gato Marmarin en 1716. Ella misma compuso su epitafio, que hizo grabar en una piedra a la memoria del difunto en el parque de Sceaux. Algunos años más tarde, la duquesa de Lesdiguières había hecho esculpir en el jardín de su mansión parisina un sarcófago de mármol negro con un gato igualmente negro tumbado sobre un cojín blanco. Era un monumento a la eterna memoria de su gata Ménine. A la izquierda del pedestal, se podía leer: Aquí yace Ménine, la más amable y la más amada de todas las gatas. Y a la derecha: Aquí yace una gata muy bonita/su dueña que no ama nada/la ama hasta la locura. El joven Luis XV también manifestó un amor inmoderado por los gatos en su juventud, y hacia 1730 sentía un especial cariño por un gato de angora blanco, que de día estaba junto a la chimenea de su gabinete, y de noche dormía en la cámara del rey, teniendo por lecho un suntuoso cojín de damasco rojo. Este gato, llamado Blanchon, parece haber vivido unos quince años.
Pero a pesar de este amor por los gatos, durante este reinado tuvo lugar una de las mayores masacres felinas vistas en París, comenzando los acontecimientos en la calle Saint Séverin, en la casa del impresor Jacques Vincent. Dos aprendices, alojados y alimentados por su patrón, golpearon hasta la muerte en la noche del 16 de noviembre de 1730 una robusta gata llamada La Grise, propiedad de la mujer del impresor. Después atacaron los gatos delos vecinos, a los que mataron después de una parodia de juicio. La noche siguiente, junto a otros obreros tipógrafos, persiguieron a todos los gatos de los alrededores, que colgaron o estrangularon según el mismo ritual. Otros obreros les imitaron, y en menos de una semana fueron exterminados varios cientos de gatos. Lo más extraño es que este acontecimiento no tuvo eco ni en las gacetas ni en los documentos de archivo, y solamente lo conocemos por las memorias de un tipógrafo llamado Nicolás Contat. Gracias a su testimonio sabemos que los aprendices se sentían maltratados por su patrón y que estaban celosos de la gata de su patrona. Además, los ruidos nocturnos de los gatos de los alrededores les impedían dormir. Su patrón les ordenó que les librara de esos animales, y los dos ejecutaron las órdenes y comenzaron por La Grise, a la que odiaban.
Durante mucho tiempo el gato ha sido considerado como un animal negativo, un ser secreto y maléfico, un atributo de las brujas, una criatura del demonio. Se le reprochaba sus costumbres nocturnas, su independencia, su pelaje negro o atigrado. Se creía que participaba en el sabbat y que era adorado por sectas heréticas, que tenía el poder de lanzar sortilegios sobre todo amorosos, y de lanzar maldiciones. No es hasta el siglo XIV cuando comienza a entrar en las casas para cazar ratones, aunque se prefería utilizar para ello a hurones o comadrejas. Hasta la época moderna, torturar o hacer morir gatos era una diversión popular frecuente, sobre todo en el Carnaval, donde tomaba una dimensión sexual. La noche de san Juan también se quemaban sacos o se les metía en un saco. En Metz, esta costumbre no finalizó hasta 1773. Todos estos rituales tenían el objetivo de exorcismo o de sacrificio propiciatorio, cazar los malos espíritus, poner fin alas epidemias, proteger a los hombres, el ganado o las cosechas. Estas prácticas festivas acabaron contrastando cada vez más con las actitudes privadas: masacre de una parte, afecto de otra. Desde finales de la Edad Media los gatos habían ido ganando el derecho de entrar en las casas (lo que ocurría raramente con los perros) y a veces se hacían parte de la familia. La peste negra de mediados del siglo XIV jugó un papel fundamental, ya que a partir de entonces aumentó el papel del gato como exterminador de ratas. Poco a poco se convirtió en un objeto de afecto, y los hombres de letras contribuyeron a revalorizar al animal, como Montaigne, La Fontaine, Fontenelle o Montesquieu. Pero fueron las mujeres quienes jugaron el papel decisivo y quienes lo convirtieron, junto a los perros, en el animal favorito de los europeos.
Extractado de Michel Pastoureau, Les animaux célèbres, París, Arléa, 2008, pp. 225-231. Y naturalmente el libro de Robert Darnton, La gran matanza de gatos y otros episodios de la historia cultural francesa. Ilustración: Retrato de Luisa Adelaida de Orléans (hija de Francisca María de Borbón, hija a su vez de Luis XIV y madame de Montespan), abadesa de Chelles ca. 1725.