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EL ELEFANTE DE CARLOMAGNO. Arturo Morgado García

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En la Edad Media las ménageries son siempre un signo de potencia y un instrumento político. Durante mucho tiempo solamente los reyes y los príncipes fueron lo bastante ricos como para poseerlas, aunque a finales del período les imitaron algunas ciudades y algunas grandes abadías. En cualquier caso, no se trataba de satisfacer la curiosidad de un público ansioso de ver bestias feroces o insólitas, sino más bien de poner en escena atributos vivientes del poder, que solamente los más poderosos podían comprar, alimentar, ofrecer o cambiar. Toda ménagerie es un tesaurus, y su composición siempre tiene una dimensión profundamente simbólica. Es de este modo como hay que entender la necesidad de Carlomagno de rodearse de animales símbolos de poder. Los osos y los jabalíes no bastan, son fieras temibles, pero son oriundas del continente europeo y se pueden encontrar en todas partes. Es necesario acudir a criaturas que vengan del Oriente maravilloso, fuente de todas las riquezas.

En Aix la Chapelle, Carlomagno ya tenía leones y panteras, siendo la estrella un león de Marmorica de una talla colosal, que al decir de varios cronistas años después le fue ofrecido por el rey de Africa. Los historiadores actuales son incapaces de precisar quien era este rey y dónde estaba su reino, pero poco importa: lo cierto es que al hilo de su coronación como emperador en el año 800 Carlomagno busca animales más espectaculares, más extraños, que nunca se hayan visto en el Occidente: los elefantes, que dieron a su corte el prestigio de los emperadores romanos o de los soberanos bizantinos y musulmanes. En torno al 797 enviaba una embajada al califa de Bagdad, Harun al Raschid, mucho menos glorioso y justo de lo que la leyenda lo pinta, que le envía como regalos sedas, piedras preciosas, objetos de marfil, especias, perfumes, tapices, un reloj de agua, pájaros, leopardos y, sobre todo, dos elefantes. Uno de ellos murió en el camino de retorno, pero el segundo, el más grande, y que respondía al nombre de Abulabaz, desembarcaba en Pisa en el 801 y se unió a Carlomagno en Pavía. Pero no permanecería mucho tiempo con su nuevo propietario, ya que fue embarcado con destino a Marsella, para cruzar los valles del Ródano y el Saona, Lorena, Metz, y llegando a Aix finalmente en torno al 802 o el 803. Una vez allí, todos fueron a admirarle, ya que era el primer elefante que se veía en Occidente desde hacía cuatro siglos. Algunos letrados lo observaron de cerca para ver si era cierto lo que se contaba de él en las enciclopedias: semejante a una montaña, más inteligente que un caballo, misericordioso hacia los débiles, o de una castidad irreprochable, ya que se pensaba que los elefantes no se acoplaban más que una vez en su vida, nunca antes de los quince años para los machos y trece para las hembras, las cuales, por su parte, solamente daban a luz en una ocasión. Abulabaz se convirtió en la estrella de la ménagerie carolingia, hasta que falleciera en el 810. En algunos tesoros de iglesias o de abadías alemanas, francesas o italianas, se ha mostrado durante siglos al olifante de Carlomagno y se ha evocado el recuerdo de Abulabaz. Una tradición nos cuenta que este animal murió bañándose en el Rhin, y que su cuerpo fue transportado por el río hasta el mar del Norte.

Otra leyenda nos dice que entre los regalos del califa figuraba un tablero de ajedrez (lo que es rotundamente falso, por cuanto no llegaría a Europa hasta el año mil, vía España musulmana y Escandinavia a la vez). Carlomagno nunca jugó al ajedrez, pero se ha intentado asociar su nombre al rey de los juegos convirtiéndolo en el juego de los reyes. Esto lo hizo la abadía de Saint Denis en el siglo XIV, que conservaba en su tesaurus grandes piezas de ajedrez supuestamente regaladas a Carlomagno por el califa de Bagdad. Y, más aún, se pensaba que las cuatro piezas en forma de elefante representaban a Abulabaz, lo que es imposible, ya que en realidad fueron talladas en Salerno a finales del siglo XI y regaladas a la abadía por Felipe Augusto. Pero la historia siguió dándose por buena hasta el siglo XVII.

Extractado de Michel Pastoureau, Les animaux célèbres, París, Altéa, 2008, pp. 118-124. Ilustración: Biblioteca Nacional de Francia, manuscritos árabes, 3465, fol. 6, edición del Calila e Dimna del siglo XIII.

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