Los animales representan una significante, recurrente y paradójicamente supeditada presencia en los estudios literarios y culturales de los siglos de oro. Esto no debe sorprender ya que no es hasta finales del siglo veinte que los investigadores de la literatura europea empiezan a considerar a los animales como seres dignos de estudio, lo que contrasta con el hecho de que en España, tanto en entornos rurales como urbanos, la gente convivía con perros, gatos, caballos, pájaros, gallinas, cabras, cerdos y vacas, entre otras especies. Es muy probable que esa misma proximidad haya conducido a la invisibilidad histórica de los animales. De hecho, en los análisis de las Hilanderas de Velázquez (1641) nunca se ha prestado atención al pequeño felino que simplemente comparte el mundo retratado en el cuadro, y que a la vez cumple la función esencial en el taller de exterminador de ratones y otros bichos; y si juzgamos por su postura relajada y proximidad a las mujeres, probablemente de mascota también.
Los animales también eran inextricables de la vida de palacio y la política. Por esto, los que se consideraban más importantes eran parte de representaciones artísticas, y son tan comunes en la pintura barroca como en la literatura. En las familias nobles y la realeza, era práctica común comisionar retratos de mascotas favoritas a artistas de la talla de Anthonis Mor, Sánchez Coello y Sofonisba Anguissola. Hay varias muestras espléndidas de estas prácticas artísticas, como el retrato de Velázquez del Conde Duque de Olivares montado en un caballo en cabriola, una pose que tiene muy poco que ver con la realidad pero que conlleva una gran significación simbólica. Ya que el retratarse a caballo era privilegio exclusivo de los miembros de la realeza, el magnífico bayo hace resaltar el poderío del conde en esta composición que se ha descrito como excepcionalmente osada. O, se puede ver el cuadro tal vez más mimético, que compuso Velázquez del Cardenal Infante Fernando de Austria vestido de cazador, con uno de los valiosos perros de caza que aparecen en el grupo de tres retratos (al que pertenece este), destinado para adornar el pabellón de caza del rey. Perros de caza y falderos, caballos criados para montar o tirar carruajes, gatos, loros y pájaros cantores también eran una parte integral de las casas reales. Es más, los Habsburgo eran coleccionistas ávidos de mascotas exóticas, entre estas pájaros nunca antes vistos en Europa. Sus magníficos jardines y reservas de animales salvajes desempañaban una función política, que les enaltecía como reyes cultos profundamente preocupados por los secretos de la naturaleza.
Don Quijote de la Mancha en particular contiene una cantidad elevadísima de animales reales: caballos y yeguas, asnos y mulas (algunas tan grandes como dromedarios), bueyes, un mono adivino, ovejas, carneros y cabras, cerdos, toros, jabalíes, perros, gatos y leones. También hay animales alimenticios, como los que hacen de las bodas de Camacho una fiesta rabelaisiana: “un novillo entero relleno de lechones; carneros enteros, liebres, gallinas, pájaros, caza” (II, 20). Ninguno de estos animales es fantástico, y como grupo representan una zoología informativa de las criaturas que se encontraban en tiempos de Cervantes. De hecho, hay muy pocos capítulos en la novela en que no se menciona un animal de una manera u otra, sea como metáfora, como símil, o como actor en el drama de la vida cotidiana. Tal vez por esta razón Abel Alves ha escrito que “Don Quixote’s animals are the animals of Spain in literary microcosm”.
El episodio de los gatos que ocurre en el palacio ducal es una de las bromas más crueles y físicamente apabullantes que los duques le hacen a don Quijote. "Descolgaron un cordel donde venían más de cien cencerros asidos, y luego tras ellos derramaron un gran saco de gatos, que asimismo traían cencerros menores atados a las colas. Fue tan grande el ruido de los cencerros y el mayar de los gatos, que aunque los duques habían sido inventores de la burla, todavía les sobresaltó, y, temeroso don Quijote, quedó pasmado. Y quiso la suerte que dos o tres gatos se entraron por la reja de su estancia, y dando de una parte a otra parecía que una región de diablos andaba en ella". Los gatos llegaron a ser considerados agentes del Diablo, y a través de la Edad Media y la temprana época moderna fueron brutalmente perseguidos en toda Europa. Fueron quemados vivos, arrojados de altas torres, azotados, sumergidos en agua hirviendo, y hasta masacrados. Evidentemente, esas prácticas sociales que parecen horrorosas hoy son la piedra de toque del episodio pertinente en Don Quijote, en el cual el vergonzante ritual llamado charivari (cencerrada) también juega un papel. La cencerrada frecuentemente incorporaba el abuso de gatos para ayudar a crear la música desagradable (debidamente llamada Katzenmusik en alemán) que proveía la banda sonora para los espectáculos humillantes que típicamente pretendían castigar la usurpación de papeles normativos sexuales: la infidelidad de la mujer, palizas dadas al marido, o relaciones desiguales de edad, Es por estas razones que se les ata cencerros a los gatos: para que aumenten con sus maullidos el estrépito discordante.
Otro episodio importante es la aventura de los leones, ubicada en el capítulo diecisiete de la segunda parte. Numerosos investigadores han señalado que este episodio es una parodia del combate a mano con bestias salvajes en el cual los caballeros de los romances de caballerías probaban su valor (como lo hacen Amadís de Gaula, Palmerín de Olivia y Belianís de Grecia, entre otros). Esta no-aventura, definida por la absoluta indiferencia e inclusive ofensa de parte del animal, puede adquirir un significado adicional si uno piensa en el león por lo que es en la ficción y era fuera de ella: un peón diplomático enviado para congraciarse con la corona española. Al principio del episodio se identifica a los animales como “dos bravos leones enjaulados que el general de Orán envía a la corte, presentados a su Majestad” Este no es un acontecimiento fuera de lo corriente porque, por ejemplo, en 1550 el rey de Túnez viajó expresamente a Génova con la intención de llevar caballos, leones y halcones a Carlos V, a cambio de favores políticos. Es más, hacia el fin de ese siglo el palacio real en Aranjuez se convertiría en un lugar célebre por sus jardines y sus reservas de animales salvajes, que junto con los otros jardines zoológicos de Felipe II hospedaban leones, tigres, osos, rinocerontes, elefantes y gatos de algalia. Durante el reino de Felipe II la jaula de leones del Alcázar de Madrid era famoso por los cuatro leones que el monarca había recibido del sultán Suleimán. Aunque la fecha de su llegada a palacio es desconocida, los leones llegaron equipados con correas de oro y collares grabados con el escudo de armas del rey español. Por lo tanto, no es imposible que la referencia al “general de Orán” contenga una alusión oblicua al regalo del sultán a Felipe. Los leones en Don Quijote probablemente pertenecen a la subespecie conocida como leones de Berbería o Atlas. Estos animales eran particularmente grandes, y oriundos del noreste de África hasta que se volvieron extintos a principios del siglo veinte. Estos mismos leones de Atlas son el símbolo de la ciudad de Orán (cuyo nombre se deriva de la raíz bereber HR, “león”), de donde han sido enviados los leones que aparecen en Don Quijote. Así se entiende mejor el cuadro (posiblemente pintando por Alonso Sánchez Coello) de don Juan de Austria con su león, también llamado Austria. El vencedor de Lepanto atrapó al animal en Túnez y se lo llevó consigo a Nápoles. Se ha dicho que este león era tan manso que vivía y dormía en sus habitaciones.
Un último animal quijotesco, el jumento de Sancho, es tratado con un grado notable de sentimiento y cariño en la novela. El rucio provee un ejemplo positivo de la devoción y amistad entre las especies, y a la vez una perspectiva auténtica del papel central de equus asinus en la vida rural de la época. En una de las descripciones más cálidas y simpáticas de los protagonistas equinos de la novela, el narrador declara que la amistad entre Rocinante y el rucio "fue tan única y tan trabada, que hay fama, por tradición de padres a hijos, que el autor desta verdadera historia hizo particulares capítulos della; mas que, por guardar la decencia y decoro que a tan heroica historia se debe, no los puso en ella, puesto que algunas veces se descuida deste su prosupuesto, y escribe que así como las dos bestias se juntaban, acudían a rascarse el uno al otro, y que, después de cansados y satisfechos, cruzaba Rocinante el pescuezo sobre el cuello del rucio—que le sobraba de la otra parte más de media vara—, y mirando los dos atentamente al suelo, se solían estar de aquella manera tres días". (II,12). No sorprende, más allá de cualquier sentimentalismo en que se quiera pensar, que don Quijote y Sancho están igualmente encariñados con sus compañeros equinos. Estos pequeños pero fuertes animales requerían muy poco cuidado, y su dieta era frugal y económica. Tal vez debido a estos valores prácticos, o porque ella le ama también, cuando Sancho llega a casa al final de la primera parte de la novela, el narrador manifiesta de Teresa Panza que “lo primero que le preguntó fue si venía bueno el asno”. Ambos equinos son tratados bondadosamente por sus dueños, y por el narrador. El rucio no es abusado ni denigrado (actos asociados con la supuesta terquedad del animal, la cual no es más que inteligencia) sino apreciado por sus inquebrantables cualidades de lealtad y paciencia. En vez de presentar a este animal como emblema de la estupidez y del ridículo, Cervantes le otorga nobleza y dignidad como la criatura férrea y resistente que es: impasible aun cuando le llueven piedras y Sancho lo utiliza como escudo.
La literatura española de la temprana época moderna provee numerosos ejemplos de cómo los animales eran percibidos, utilizados, representados y valorados. En última instancia, como personajes, los animales como los que ofrece Cervantes nos permiten profundizar acerca de aquellas interrelaciones complejas, paradójicas, moralmente movedizas y ambivalentes con otras especies.
Extractado de Adrienne L. Martin, "Zoopoética quijotesca: Cervantes y los Estudios de Animales", eHumanista/Cervantes, 1, 2012, pp. 448-464. Imágenes: "Las hilanderas o la fábula de Aracne (1641) de Velázquez, "Don Quijote de la Mancha", de la serie de animación de Cruz Delgado (1979-1981).