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LOS ANIMALES EN LA HISTORIA NATURAL ESPAÑOLA DEL SIGLO XVII.

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A lo largo de los siglos XVI y XVII la imagen de la naturaleza, y más particularmente la del mundo animal, experimenta una serie de transformaciones. El punto de partida  era “la visión emblemática de la naturaleza, según la cual cada especie animal se encontraba rodeada de un complejo entramado de significados, símbolos, alegorías e imágenes moralizantes. A todo ello se le prestaba mucha más importancia que a la descripción de los rasgos anatómicos, la narración del comportamiento concreto de cada especie animal, o la enumeración de los beneficios concretos que al ser humano podía ofrecer (enfoque predominante a partir del siglo XVII y al que podríamos denominar  visión desencantada). Estos últimos elementos se encontraban presentes, pero no constituían la prioridad. Dicha visión emblemática se apoyaba a su vez en una epistemología en la cual, utilizando la terminología de Foucault, loleído era mucho más importante que lo visto, por lo que la utilización de autores clásicos como Plinio no estaba, ni mucho menos, fuera de lugar. Es cierto que Aristóteles, la otra gran referencia del mundo clásico, había brindado una perspectiva del mundo animal en la que se había hecho un gran esfuerzo por ofrecer leyes de carácter general, pero el amor de Plinio por el detalle y lo particular se adaptaba mucho mejor al modo de conocimiento predominante en la Alta Edad Moderna, y, además, resultaba mucho más distraído de leer.

Con la Historia natural del autor romano como punto de partida, enriquecida a través de los siglos por Eliano, Solino, Isidoro, el Fisiólogo, los bestiarios medievales, y la literatura emblemática del siglo XVI; autores como Conrad Gesner o Ulises Aldrovandi, los grandes enciclopedistas de la Historia natural del Renacimiento, nos ofrecen una perspectiva exhaustiva de todos los animales conocidos en su época y en la que se pretende recoger todo lo que se había escrito sobre cada especie. Pero el descubrimiento de América planteaba un nuevo problema, el de recoger, catalogar y describir especies animales que no habían sido conocidas por Plinio, y que se encontraban desprovistas de cualquier significado simbólico. Jan Jonston, el último representante de esta tradición enciclopedista, lo resolvió a su manera a mediados del siglo XVII. Podía optar por inventar una trama simbólica para los nuevos animales, lo que ya se había hecho para especies concretas, como el ave del Paraíso,  o el armadillo. O podía elegir eliminar dicho entramado de los animales del Viejo Mundo, limitándose a ofrecer un nombre y una descripción. Jonston apostaría por esta última opción,  lo que, unido al afán por anatomizar tan propio de los naturalistas de la segunda mitad del Seiscientos, provocaría el desencantamiento del mundo animal, que será visto a través de una perspectiva preferentemente descriptiva y anatómica, si bien es cierto que ello no será incompatible con la presencia de rasgos humanizadores ni con la exposición de simpatías o antipatías hacia las distintas especies, siendo muy sintomático al respecto el planteamiento de Buffon en su Histoire naturelle.

En España la Historia natural no alcanzó el nivel enciclopedista que podemos apreciar allende los Pirineos, y, es más, los grandes naturalistas europeos no solían contar con corresponsales españoles, siendo muy emblemático el ejemplo de Conrad Gessner, conociéndose los textos de autores como Fernández de Oviedo, Monardes o García de Orta a través de sus ediciones ultrapirenaicas, normalmente en latín, y no de las impresas en la Península. Aunque no es menos cierto que las aportaciones de los autores españoles fueron muy importantes, ya que a ellos se les debió, en gran medida, el conocimiento de las nuevas especies americanas, aplicando criterios de conocimiento empírico y no de respeto a los autores anteriores. A la larga, este Nuevo Mundo zoológico va a provocar una ruptura de la visión emblemática de la naturaleza, pero nada de ello sucedería en los autores que escriben desde la Península, en los cuales la fidelidad a la misma sigue siendo determinante.

Quizás la única obra que responda, al menos en parte, al espíritu que animaba la Historia natural renacentista sea la traducción de la Historia natural de Plinio publicada por Jerónimo Gómez de Huerta (1573-1643) en 1624. Médico de cámara de Felipe IV, y familiar del Santo Oficio, no solamente traduce al autor clásico, sino que también se siente obligado a completarlo. Para ello debe hablar, como es obvio, de los animales americanos, pero la información que nos proporciona de los mismos se limita a una mera descripción física, prescindiendo por completo de elementos filosóficos y legendarios, y acudiendo, cuando ello resulta necesario, a la comparación con los animales del Viejo Mundo. Es más, como estas especies no encajan en el cuadro zoológico esbozado por Plinio, se refiere a las mismas en una nota incluida en la descripción de las partes del mundo (pp. 233-234), lo que revela la complicada integración de la fauna americana en el conjunto de los conocimientos zoológicos, aunque en alguna ocasión los trata en el capítulo que les correspondería, cual es el caso del armadillo, del que habla a la par de los cocodrilos (p. 412), quizás por la naturaleza escamosa de ambos, lo cual, al fin y al cabo, nos remite de nuevo a su complicada integración.

Muy distinto es el tratamiento de los animales del Viejo Mundo. Pongamos, por ejemplo, el caso del elefante (pp. 361-364). Acude a autores clásicos (Eliano, Galeno, Opiano, Solino, Estrabón), a la tradición cristiana (la Biblia y el Fisiólogo), representantes de la literatura simbólica y emblemática del Renacimiento (Piero Valeriano), y algunos naturalistas contemporáneos (como Gesner o Acosta). La mayor parte  de las informaciones que nos proporciona cabe inscribirla en la línea simbólica y alegórica, aunque nos ofrece algunos datos de carácter médico (“el uso que tenemos de ello en medicina es para confortar la virtud vital, y para refrescar el hígado e impedir las purgaciones blancas de las mujeres y quitar las obstrucciones y dolores de estómago y también es remedio para hacerlas fecundas”), y las experiencias habidas con estos animales en las lejanas tierras orientales, concretamente en Goa, prueba de la apertura a los nuevos horizontes geográficos. Y todo ello de forma absolutamente acumulativa, con una pretensión más erudita que sistemática. Pero es de destacar su esfuerzo de actualización informativa, especialmente acusado en los animales procedentes de territorios poco frecuentados por los españoles, como los renos, uros y alces de las tierras septentrionales (mostrando su conocimiento de la obra de Herberstein), la jirafa (transmitiéndonos el relato de la que recibiera Lorenzo de Médicis del sultán de Egipto), el rinoceronte (y nos cuenta el famoso torneo habido en Lisboa entre éste y un elefante, hablándonos asimismo del que fuera propiedad de Felipe II), el manatí (para lo que acude a la autoridad de López de Gómara), los monos (conociendo la obra de Vesalio, el cual había mostrado las diferencias anatómicas entre éstos y los seres humanos) y diversas especies marinas, para lo que cita a Pierre Belon y Guillaume Rondelet, así como a Olao Magno y André Thevet, utilizados estos últimos además para todo lo relativo a los monstruos marinos. No se aprecia un especial retraso en el conocimiento de las aportaciones foráneas, ya que la tradición zoológica del Renacimiento es frecuentemente utilizada  por nuestro autor, lo que es perfectamente compatible con la persistencia de los viejos elementos fabulosos y legendarios, por cuanto crocutas, mantícoras, catoblepas y unicornios reciben la atención que se merecen.

Sus contemporáneos españoles seguirán esta visión emblemática de la naturaleza, absolutamente omnipresente en la literatura homónima, e, incluso, los diccionarios del momento nos ofrecerán todo un elenco de elementos míticos, simbólicos y fabulosos cuando nos hablen de los distintos animales, siendo muy sintomático el ejemplo de Covarrubias, autor del Tesoro de la lengua castellana. Pero Covarrubias no pretendía, ni mucho menos, especializarse en los estudios zoológicos, por lo que nos centraremos en los cultivadores de una producción animalística propiamente dicha, autores que han sido un tanto maltratados por la historiografía, siendo sintomático el caso de Jerónimo Cortés, cuya obra López Piñero, siempre tan solvente, despacha considerándola una mera reunión de materiales de segunda mano, realizada con muy escaso rigor. Pero el tema es mucho más complejo de lo que parece, y, parafraseando a Asworth, no hay que pedirles a estos autores la visión zoológica de nuestra época, porque, a lo mejor, lo que pretendían era algo totalmente diferente.

Ante todo, hay que señalar que su interés por la Historia natural era perfectamente compatible con otras ocupaciones. Jerónimo Cortés, por ejemplo, fue autor de un tratado de fisiognomía, así como de un lunario, dedicado básicamente  a ofrecer consejos sobre agricultura, describiendo qué es lo que se debe hacer en cada mes del año según la fase de la luna en que nos encontremos. Ferrer de Valdecebro (1620-1680) era un religioso dominico, que pasó buena parte de su vida en Nueva España, y se dedicó fundamentalmente a la predicación. El murciano Diego de Funes y Mendoza (1560-1625), por su parte, llegó a ejercer el cargo de notario apostólico. Francisco Vélez de Arciniega era boticario, único caso en el que encontramos el desempeño de una profesión ligada con los estudios zoológicos o botánicos. Y, finalmente, Manuel Ramírez de Carrión (1579-1652), secretario del marqués de Priego, es más citado en la bibliografía por haber educado a algunos hijos sordos de nobles españoles, si bien no se le conoce contribución alguna a la lengua de signos.

Aunque sepamos muy poco de la trayectoria profesional y vital de todos ellos, parece que su mundo es un mundo libresco, en el cual el análisis directo de la naturaleza tiene poca o ninguna cabida, aunque ello fuese ya frecuente allende los Pirineos. No hay más que ver las fuentes consultadas, que nos revelan una fuerte dependencia de los autores clásicos, constituyendo Plinio, naturalmente, una referencia absolutamente obligada. Cortés utiliza los principales tratadistas zoológicos grecolatinos (a saber, Aristóteles, Plinio, Eliano, y Solino), aunque acompañándolos de Plutarco, Marco Aurelio, Séneca, o Cicerón. La tradición medieval apenas es utilizada: las inevitables referencias al Fisiólogo y a Isidoro de Sevilla, la Patrística (San Jerónimo, San Ambrosio, San Bernardo, San Gregorio), y, en mucha menor medida, los enciclopedistas medievales, como San Alberto Magno o el Hortus Sanitatis, llamando la atención la cita de Mandeville cuando habla de la paloma. Y se aprecia un  gran desconocimiento de la historia natural de los siglos XVI y XVII, salvada la cita de José de Acosta cuando habla del elefante, limitándose a la utilización de alguna literatura médica (la edición del Dioscórides realizada por Andrés Laguna), religiosa (Fray Luis de Granada, al que utiliza para el perro y la liebre entre otros), miscelánea (la Silva de Varia lección de Pero Mexía, a la que cita en ocasión de la hormiga) o su contemporáneo Vélez de Arciniega (el unicornio).

No muy diferente es el panorama que nos ofrece Ferrer de Valdecebro: una buena representación del mundo clásico, de los autores medievales, y de la producción simbólica y emblemática del momento, y un olvido prácticamente total de la historia natural de los siglos XVI y XVII, si exceptuamos la referencia a Escalígero. En Diego de Funes se aprecia la consulta de clásicos grecolatinos, padres de la Iglesia, representantes de la literatura simbólica y emblemática del Renacimiento, Olao Magno, y autores que nos hablan de la fauna americana como Mártir de Anglería, es decir, nada que se salga de lo corriente. Y tanto Vélez de Arciniega como Ramírez de Carrión (aunque en la lista de autores empleados que encontramos al principio de la obra de éste se menciona a Conrad Gesner) obtienen la mayor parte de sus referencias eruditas de los autores grecolatinos.

Pero, ¿era necesaria una mayor actualización informativa? Honradamente, no lo parece, a tenor de la intencionalidad que les anima. En el caso de Ferrer de Valdecebro, le preocupa ante todo lo que debe ser la moral de un buen cristiano, mostrando, a partir de las costumbres de los animales, qué virtudes han de cultivarse y qué vicios han de prevenirse. De hecho, en el prólogo del tomo dedicado a los cuadrúpedos, el autor menciona cómomuchos han escrito de animales, dando a conocer lo que el autor grande de naturaleza Dios depositó en sus instintos irracionales, para admiración de sus obras, fue empero haciendo pie en solo la propiedad o virtud especial de la fiera, o bruto, sin adelantar el paso, para hacer senda a más elevado conocimiento…no destinó el cielo a los animales para el servicio material del hombre solo, que la templanza del toro no sirve para la cultura de los campos. Ni la continencia del camello para cargar más peso sobre sus espaldas. De donde es preciso, que sus perfecciones a más elevado ministerio sirvan”. 

En cuanto a Diego de Funes, so pretexto de traducir la historia de los animales de Aristóteles, inserta numerosas aportaciones de otros autores, de modo que declara su intención de añadir las aves y animales que le faltaban al autor griego, sin perder de vista queviniendo a considerar las propiedades de tantos y tan varios animales, la perfección y hermosura suya, el instinto de los osos, tigres, leones, vacas, yeguas, y otros semejantes, en defender sus hijos, y el que muestran el pelícano, águila, perdiz y demás aves, para amparar los suyos, con que viene a resplandor tanto la providencia divina, me animo más a creer había de agradar este libro…si quisiésemos descender en particular a las habilidades de los animales, hallaríamos en ellos un espacioso campo, y larga materia para alabar y bendecir a Dios.Vélez de Arciniega tiene como principal preocupación el aprovechamiento medicinal de las diferentes especies. Y Ramírez de Carrión se limita a ofrecer refranes y sentencias.

Dado todo ello, es perfectamente congruente que la mayor parte de la información que nos aportan haya que engarzarla en la vieja tradición alegórica y simbólica. Jerónimo Cortés, por ejemplo, se centra en las virtudes o vicios característicos de cada especie concreta, a saber, la fortaleza y la gratitud del león,  la obediencia del asno, la gula del lobo, la humildad de la oveja, la necedad de la cabra, o la lealtad del perro. También nos transmite diversas historias relacionadas con diferentes animales, bien pasadas, entre las cuales figura el conocido relato de Androcles y el león, bien presentes, ambientadas en muchas ocasiones en el reino valenciano, así como sus propiedades naturales, las enfermedades que provocan (la rabia, en el caso del perro), o las que padecen, especímenes monstruosos, y sus propiedades medicinales. No podían faltar, obviamente, los típicos relatos legendarios, como  el león es tan bravo y fiero, y todos los animales terrestres le respetan, temen, y reconocen en él superioridad, y ventaja, con todo eso dicen los naturales, que él teme y huye a más deprisa d ela presencia y vista del gallo, y más si fuere blanco, o pintado, y no sólo teme de verle, pero tiembla como azogado, con sólo sentirle cantar” (p. 6).

Ferrer de Valdecebro, por su parte, atribuirá  a cada animal una serie de virtudes y vicios concretos, como el ánimo del león, la templanza y la grandeza del elefante, la velocidad del unicornio, la voracidad del tigre, la liberalidad de la onza, la avaricia del leopardo, la discordia de la hiena, la vista del lince, la ira del oso, la ignorancia y la gula del jabalí, la fidelidad del perro o la sabiduría del cinocéfalo y así sucesivamente. Al león, por ejemplo, nos lo presenta como el rey de las fieras,generoso en el ánimo, noble en el corazón, bizarro en su aliento. Fió el desempeño de sus obras naturaleza, uniendo conformes la clemencia y ferocidad, la venganza y piedad, la fortaleza y humanidad, en irracional tan fiero y en bruto tan voraz”.Nos cuenta que vive en Africa y en Asia, nos hace una descripción física, y nos salpica  su relato de elementos legendarios y moralizantes, concluyendo con la afirmación de que es el príncipe de las demás criaturas, lo que le sirve de pretexto para moralizar sobre las virtudes que debe cumplimentar el gobernante.

Funes también prestará mayor atención a los elementos moralizantes: el león, otra vez, sigue siendo el rey de los animales, aludiendo a su generosidad, su misericordia, y su enemistad con los linces, así como a su carácter lujurioso. Francisco Vélez de Arciniega tiene un enfoque muy similar: los animales terrestres son encabezados por el león, para variar, contándonos las típicas historias moralizantes, y refiriéndose a su clemencia,   y concluyendo con una breve alusión a las propiedades medicinales de su carne, que aprovecha para los dolores de juntura y nervios encogidos de frialdad. Y la obra de Ramírez de Carrión vuelve a recoger elementos legendarios. Por referirnos nuevamente al león, nos muestra que nace con los ojos abiertos y que duerme sin cerrarlos, que tiene los huesos macizos, que come de dos en dos días, que la naturaleza templó su ferocidad con la cuartana, que le tiene miedo al gallo, sobre todo si es blanco, que cuando se irrita se azota con la cola, que acomete al hombre antes que a la mujer, que nunca ataca a los niños, y que cuando se quiere morir llora.

El bestiario de todos estos autores es un bestiario del Viejo Mundo. Así sucede con Jerónimo Cortés, en el que no encontramos ninguna referencia a los animales americanos (exceptuando el papagayo), pero sí la inevitable inclusión de seres míticos y fabulosos, tales el dragón, el unicornio, la salamandra o el ave fénix. También Ferrer de Valdecebro ofrece un bestiario vinculado al Viejo Mundo, encabezado nuevamente por el león en los animales terrestres y el águila en el caso de las aves, llamando otra vez la atención la excepción del papagayo, y con los añadidos de rigor de distintos animales fabulosos, como el cinocéfalo, la arpía y el pegaso.  En el caso de Diego de Funes, es cierto que nos habla de los papagayos y de las aves del paraíso, pero, en el caso de los cuadrúpedos (de los cuales el león es, nuevamente, el rey), no añade ninguna especie ignorada por los clásicos. Por lo que se refiere a Vélez de Arciniega, aunque ofrece como novedad el tratar no solamente de los animales terrestres y volátiles, sino también de los marinos, prescinde por completo de la fauna del Nuevo Mundo, y ni siquiera habla del papagayo. Por lo que se refiere a su jerarquía zoológica, sitúa al frente de las distintas especies animales a los monarcas que nos resultan ya familiares, a saber, el león y el águila, pero añade otros nuevos, como el basilisco, rey de las serpientes, y el rey de las abejas, con  la finalidad de que de los tres se tomasen las costumbres, y del cuarto(el basilisco, naturalmente)escarmiento (p. 9). Y como no se contempla a las criaturas americanas, se olvida a quienes escribieron acerca de las mismas, lo que no contribuye precisamente a familiarizar a estos autores con una Historia natural más descriptiva y menos simbólica.

Y, finalmente, llama poderosamente la atención la pobreza del aparato visual, lo cual, por otro lado, ya ha sido señalado en otros géneros literarios españoles del momento, como las crónicas indianas. Ya lo habíamos apreciado en la obra de Huerta, que se limita a incluir unas láminas representando las distintas especies animales no en los capítulos correspondientes, sino al principio de la obra, con lo cual la utilidad pedagógica de las mismas parece bastante reducida, siendo de una calidad técnica bastante pobre, no pudiéndose comparar en modo alguno con las magníficas ilustraciones que encontramos en las recopilaciones enciclopédicas de Gesner, Aldrovandi o Jonston. Y esta tosquedad visual llega a su paroxismo en los tratados de Cortés y Valdecebro, únicos que incluyen ilustraciones, que no nos ayudan precisamente a reconocer las diferentes especies. Podríamos alegar como explicación el retraso técnico de la industria editorial española del momento, pero ello nos lleva a formularnos otra cuestión: ¿realmente se necesitaban ilustraciones? Tengamos en cuenta que nuestros autores no escriben con una intención naturalista ni para un público ansioso de imágenes, sino, dependiendo de los casos, para exponer  un conjunto de símbolos y alegorías (Cortés), ofrecer ejemplos a los predicadores (Valdecebro), mostrar los aprovechamientos medicinales de las diferentes especies (Arciniega), recopilar un elenco de sentencias y moralejas (Carrión), o completar a Aristóteles, aunque muy a su modo (Funes).

La obra de todos estos autores tuvo un impacto muy limitado en el tiempo, y ya en el siglo XVIII se les había olvidado por completo. Tampoco es de extrañar, por cuanto la Historia Natural en la España de la Ilustración iría por unos derroteros completamente diferentes, mucho más en sintonía con las tendencias descriptivistas del momento, y que tendrían en la obra de Félix de Azara su exponente más conocido, o, al menos, más reconocido allende los Pirineos. Pero no podemos perder de vista que hombres como Jerónimo Cortés o Ferrer de Valdecebro escriben lo que escriben y se preocupan por lo que se preocupan porque están inmersos en un modelo de conocimiento muy concreto al que podríamos denominar Ciencia Barroca, que proporcionara ejemplos tan ilustres como Aldrovandi, Kirchner, Schott, o, en nuestro país, Juan Eusebio Nieremberg.

Se trata de un modelo de conocimiento (que sería pulverizado a raíz del triunfo de la Revolución Científica y de las nuevas tecnologías descriptivas y prácticas científicas ligadas a la Royal Society y a la Academie des Sciences)muy ligado al latín como medio de expresión (aunque nuestros autores utilizan el castellano), y no las lenguas vernáculas; que toma sus referentes del mundo libresco (por lo que los clásicos grecolatinos, y, en nuestro caso, Plinio, siguen siendo autoridades indiscutibles), y no de lo que se ha experimentado personalmente; interesado en el estudio de las correlaciones ocultas que existen en el Universo; y preocupado por lo único, lo individual, lo singular, y por realizar un inventario completo de todo lo que hay en la Naturaleza antes que por reducir el funcionamiento de la misma  a un conjunto de leyes matemáticas Como bien señala Carlos Ziller, para muchos de estos autores, como Athanasius Kircher, reducir la naturaleza a un conjunto de leyes matemáticas equivalía a limitar el acto de la Creación. En un mundo como en el que vivimos, donde no parece que tengan cabida de momento los sistemas filosóficos totalizadores, resulta mucho más fácil su comprensión que en otros tiempos dominados por el holismo positivista, la concepción whig de la historia de la ciencia, y por la busca de una pretendida Objetividad que ha resultado ser una más de tantas quimeras posibles.

 Arturo Morgado García

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