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LA JIRAFA DE VIENA. Arturo Morgado García

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Los parisinos no fueron los únicos que gozaron en la década de 1820 de la visión de una jirafa, por cuanto otro animal fue enviado por esos años al zoológico de Viena. Naturalmente, esto no nos vale como anécdota, sino que nos revela, en primer lugar, el creciente poderío de las naciones europeas, capaces de reunir, a escala cada vez mayor, toda la infraestructura diplomática y comercial necesarias para el transporte de animales exóticos. Y, en segundo lugar, la progresiva democratización de las ménageries, convertidas cada vez más en lugares de recreo de la burguesía triunfante, frente al carácter aristocrático y regio que habían tenido anteriormente.

En 1828 una jirafa era transportada desde el desierto nubio, cerca de la actual Darfur, hasta Viena. Esta jirafa demuestra que la alteridad de los cuerpos animales sirvió de cuando en cuando para consolidar lazos sociales y políticos. Cuando la jirafa fue llevada de Egipto a Viena, no sólo se convirtió en un espectáculo zoológico, sino que originó toda una cultura de la jirafomanía en una variedad de formas, desde peinados y ropas hasta el teatro, la danza, y la música, escribiendo Adolph Bäuerle una obra satírica al respecto, Die Giraffe in Wien, en la que critica el materialismo y la esclavitud por la moda de los vieneses que consumían ávidamente las imágenes de la jirafa. La proliferación de la imagen de la jirafa fue también un importante significante del status individual y nacional delos vieneses, ya que el consumo de los items relacionados con la jirafa demostraba su status económico, y la imagen de la jirafa servía para consolidar una identidad nacional basada en la ascendencia imperial sobre las naciones del Global South, a las que la jirafa representaba metafóricamente. Nuevos métodos industriales hicieron deseables estas imágenes que circulaban entre la pujante clase media, convirtiéndose la jirafa de Viena en un objeto de lo cotidiano, y una ornamentación burguesa que tenía un significado de identidad cultural y de clase para los vieneses.

La jirafa fue un regalo del pachá Mehmed Ali (por lo visto, se dedicaba a ganarse la buena voluntad de las naciones europeas regalando jirafas), que ya en 1824 había enviado una a Constantinopla y en 1826 otras dos con destino a París y Londres (aunque la segunda falleció por el trayecto). En 1827 el cónsul austríaco en Egipto, Giuseppe Acerbi, seleccionó a la jirafa macho destinada a Viena que fue transportada hasta la isla italiana de Poveglia, junto a dos vacas que le proveían de leche, así como de un cuidador local, Haggi Aly Sciobari. El motivo del hombre moreno como interlocutor entre la sociedad europea y los animales exóticos era bastante común en las representaciones pictóricas de estos animales en el siglo XIX, y en los zoológicos er afrecuente exhibirles junto a sus cuidadores. La presencia de estos individuos mostraba a estas criaturas como subordinados al imperio, a la vez que permitían establecer un paralelo entre las diferencias corporales entre europeos y africanos, tanto en sus gentes como en su fauna.

Tras pasar la cuarentena en Poveglia, la jirafa fue transportada por mar hasta Croacia para iniciar un viaje terrestre de 300 millas hasta Viena, aunque pronto la jirafa se indispuso y fue necesario transportarla en un vehícuo especial. Su paso por estas regiones fue recogido por la prensa, y el Allgemeine Theaterzeitung publicaría toda la ruta terrestre del animal. Este periódico, dirigido por Bäuerle (que luego escribirá una sátira sobre el animal) era ampliamente popular en el imperio. Finalmente, la jirafa llegaba a Viena el 6 de agosto de 1828, en cuyo zoo concitó la atención de los visitantes incluso en sus actividades más cotidianas. Hoy día, saturados de imágenes, nos resulta difícil de entenderlo, pero en aquella época muchas personas jamás habían visto una jirafa, ni siquiera en ilustraciones. La jirafa provocó un surgimiento de artículos de consumo, inspiró al músico Henri Herz para componer su Galoppe â la Giraffe, y el gran Paganini tuvo que cancelar una actuación en Viena por falta de público, ya que coincidía con el primer día en que la jirafa se exponía por primera vez en Schönbrunn. La jirafa simbolizaría rápidamente hegemonía colonial, lujo, status social, ocio, y las maravillas de la producción en masa, que permitiría a la clase media tener acceso a productos reservados anteriormente a los sumamente ricos. Era un símbolo del poder de la civilizada Europa, de su creciente clase media, y del capitalismo ascendente. En la obra de Bäuerle podemos ver a una familia de clase burguesa, los Meerschaum, ávidos de todos los productos de lujo de la alta sociedad, y que al llegar la jirafa a la ciudad redecoran toda su casa con motivos alusivos.

Extractado de Derek Lee Barton, "Everything à la giraffe; science, performance and a spectacular body in nineteenth-century Viena", en Wendy Arons y Theresa J. May, Readings in Performance and Ecology, Palgrave Macmillan, 2012. Y se pueden decir más cosas sobre jirafas, como revela el trabajo de Erik Ringmar, "Audience for a Giraffe: European Expansionism and Quest for the Exotic", Journal of World History, 17,4, 2006, que nos añade las jirafas llegadas a China en el siglo XV como producto de los viajes ultramarinos organizados por la corte imperial durante esta centuria, aunque estos esfuerzos imperiales, como es sabido, no tuvieron continuidad.


A PROPOSITO DE LA CIENCIA JESUITA TEMPRANA. Arturo Morgado García

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Varias publicaciones recientes han surgido sobre la ciencia jesuita, particularmente en el ámbito norteamericano donde se concede nueva atención a su dedicación científica, tanto a las ciencias naturales como a las del hombre. Debe destacarse particularmente el grupo formado alrededor del P. John W. O’Malley en Boston (The Jesuits. Cultures, Sciences and the Arts, 2 vols., 1999 y 2006), dedicado originalmente al estudio de la espiritualidad jesuita, pero luego también a las ciencias, sobre lo cual ha convocado ya dos importantes congresos internacionales recientemente publicados. En el campo de los estudios hispanoamericanos también acaba de salir una antología de estudios sobre la ciencia natural jesuita en el Nuevo Mundo (El saber de los jesuitas). Otros grupos de trabajo se afanan por lo mismo en Europa (aunque centrando la atención en la ciencias exactas y naturales), particularmente en Francia (Luce Guiard, Antonella Romano, etc.), sucediendo al primitivo grupo interno –formado por jesuitas mismos– de finales del XIX en España, Italia y Alemania, que sentaron las bases documentales de la actual erudición académica sobre la historia de la Compañía de Jesús. Hace tiempo, pues, que este grupo confesional religioso, creado primeramente dentro del espíritu más depurado de la reforma religiosa en el campo católico (entre Iberia, Francia e Italia) en íntimo contacto con la reforma protestante, está llamando la atención de los académicos. Pero quienes se reúnen ahora a trabajar sobre jesuitas no son –como antiguamente– los propios jesuitas, ni siquiera un grupo confesional.

El saber académico al que se han dedicado los jesuitas con más asiduidad ha sido a la historia natural, en un sentido lato: incluyendo la geografía humana, la cartografía, la astronomía, la botánica y zoología comparadas, pero también la antropología, la lingüística y la religión comparadas. También se dedicaron a los géneros ligados a la literatura de viajes, porque los jesuitas han sido siempre viajeros impenitentes, misioneros peregrinos. confesional del campo católico. Horacio Capel, en su obra La física sagrada (1985) dedicada a los estudios geográficos y prehistóricos por parte de intelectuales pertenecientes a órdenes religiosas varias, reconocía la devoción particular de la Compañía a los estudios de historia natural, frente a los franciscanos (con devoción a la física), o los dominicos (a la matemática). Ligado a su conocido cultivo directo de los clásicos, en una línea renacentista novedosa pero también compatible con el humanismo tomista y su base en Aristóteles, la visión de la creación divina como una obra lógica y  teleológicamente útil les hacía innecesarias a jesuitas y dominicos la fe en los milagros y la posibilidad de manipulación natural, en que preferían insistir por su parte los franciscanos. Así es como privilegiaron una concepción organicista del universo llena de metáforas y comparaciones, y abandonaron en general el campo de la física, la química y la
magia. Fueron más amigos de las colecciones de libros y objetos, y del campo amplio de la erudición comparada, que del laboratorio físicoquímico y de los experimentos mecánicos.

Ya analizó este fenómeno anteriormente Hugh Kearney, en su clásica obra de síntesis Orígenes de la ciencia moderna, 1500-1700 (ed. esp. 1972)señalando la interrelación entre algunas filosofías clásicas fundamentales (la aristotélica u organicista, la platónica o mágica, y la de Arquímedes o mecanicista, etc.) y el desarrollo inicial de algunas ciencias modernas claves (respectivamente de la historia natural y astrología, de la física y química, y finalmente de las matemáticas y la ingeniería). En esta historia general de la ciencia moderna salen alguna vez mencionados los jesuitas, ligados siempre a la corriente organicista y a la historia natural. En este libro de carácter introductorio, pero de tesis y método relativamente novedosos,  se denuncia la acostumbrada historia «progresista» (tan extendida) de la ciencia, como si fuera una «revolución permanente» donde los hombres han ido descubriendo cada una de las posiciones que la ciencia ha ido tomando posteriormente, en una especie de historia providencial y teleológica. Él se refirió a este grupo historiográfico como practicante de la «historia whig de la ciencia», siguiendo en ello especialmente a Herbert Butterfield, crítico de la tradicional interpretación política laborista de la propia historia constitucional inglesa (whigs contra torys). Pero su actitud no era realmente excepcional, pues le seguiría en la academia americana la actual corriente historicista de George W. Stocking y Thomas Kuhn, paradigmáticos historiadores de la antropología y de la física, respectivamente. En el campo hispanohablante se conectarían directamente con las posiciones renovadoras de historiadores como José A. Maravall o de Edmundo O’Gorman. Kearney proponía ver la ciencia como un campo abierto a varias tradiciones intelectuales contemporáneas, en la que operan tanto elementos racionales como no racionales, y en la cual fueron muy activas las diferentes analogías conceptuales establecidas con relación a diversas filosofías clásicas (con modelos como el organismo, la magia y la máquina).

A lo largo de un amplio espacio secular –del XV al XVIII– se desarrolló prodigiosamente un tipo de escritos –en varias lenguas, pero especialmente en castellano– que se ocupaba en particular de narrar a los lectores comunes todo género de novedades sobre las tierras, recursos naturales y las sociedades humanas descubiertas en el Nuevo Mundo. Los viajeros aprovechaban cuanto podían la novedad y el desconocimiento previo de toda materia americana para atraer a su amplia audiencia, pero esta interesante materia era susceptible de ser tratada nuevamente por los filósofos, no todos ellos viajeros. Aunque toda esa amplia producción fuera conocida como «crónicas de Indias» –de modo un poco aproximativo y vago–, o más modernamente como «literatura de viajes», en realidad se trataba de una gama bastante variada, literariamente hablando: es decir, acogida bajo géneros muy diferentes, que iban desde las cartas eruditas hasta las historias regionales y los ensayos de cierta altura, incluso filosófica.  Este tipo de escritos empleaban frecuentemente referencias comparativas al Viejo Mundo y a los fenómenos conocidos para informar mejor a los lectores de la novedad americana, o para poder formular alguna generalización nueva, pretendiendo con ello explicar satisfactoriamente su propia novedad. Naturalmente, tales comparaciones y referencias al mundo conocido incluían frecuentemente metáforas particulares, familiares a los lectores, necesarias para la descripción e identificación de los fenómenos nuevos.

De todas las metáforas empleadas por las crónicas de Indias, y en particular por las jesuitas, con valor de «exploración a tientas de lo desconocido», creo que sobresalen por su generalidad y eficacia las que operaban entre la historia natural y la moral. Bien se ve en la historia natural de Acosta la función esclarecedora que ejercen –en relación a las cuestiones que deben iluminar– las metáforas, en el peor de los casos. En la mayoría de ellos, sin embargo –tras la oportuna acumulación de casos y de opiniones diversas sobre las causas de un fenómeno físico dado–, vemos aparecer la metáfora (acertada o desacertada, según los casos) como un intento de hallar o facilitar la salida explicativa correcta. Acosta procede normalmente partiendo de la experiencia, antes de elevarse a analogías o explicaciones causales: o, al menos, prefiere presentar de ese modo su «discurso» explicativo. Otras veces, sin embargo, muestra sinceramente su proceso discursivo en forma de refutación de una teoría previa, more scholastico. Cuando hay un autor de reconocida autoridad que dice algo –especialmente Aristóteles y los filósofos griegos–, y la experiencia dice lo contrario, nuestro autor no duda en su elección. Al contrario, es ahí justamente donde se inicia la actual investigación, en la nueva experiencia. La experiencia es el origen de todo conocimiento cierto para nuestro autor, en lo cual no es un aristotélico desleal, y es por eso que adopta hacia Platón actitudes muy despegadas, e incluso irónicas y hasta sarcásticas, como en su explicación del mito de la Atlántida. nuestro autor es partidario decidido de valorar por encima de todo las experiencias precisas, algunas de las cuales ha llevado a cabo él mismo. Experimentó nuestro autor muchas veces, tanto en temas de historia natural como moral, casi siempre con resultados estratégicos: con los eclipses de sol en Perú y España para saber la diferencia horaria; con los cientos de minerales, plantas y animales de que se ocupa su historia. Experimentó el autor luego con los tipos de arquitectura y puentes, midiendo algunos monumentos indianos (Tiaguanaco, Sacsahuaman, Desaguadero…), con las formas de pesca o navegación, con los modos de extraer plata y perlas, etc., y de modo especial con los modos de escritura: con la escritura china (en México) y japonesa (en El Escorial), la mexicana, la peruana, etc. Su historia indiana, como los libros de viaje y el género de las historias naturales y morales, está llena de confidencias personales.

Extractado de Fermín del Pino Díaz, "La historia natural americana como campo metafórico. A propósito de la ciencia jesuita temprana, en estudios recientes", Dialogía: revista de linguística, literatura y cultura, 3, 2008, pp. 213-244. Perú, Instituto de Estudios Mijail Bajtín. Ilustración: Christoph Scheiner (1575-1650), descubridor (aunque no el único) de las manchas solares en 1611.

LOS JESUITAS ENTRE CULTURA RETORICA Y CULTURA CIENTIFICA. Arturo Morgado García

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Los textos de este libro son el resultado de un coloquio celebrado en el 2005 cuyo enfoque se centraba en la diversidad de la producción escrita de la Compañía. A los jesuitas les tocó ser una fábrica impresionante de una enorme variedad de discursos durante el siglo XVII, algunos pudieron sobrevivir en el mundo moderno, otros desaparecieron, y otros pusieron las condiciones para el surgimiento de nuevos géneros. De este modo, los autores tratan de géneros tan diversos como las crónicas, las imágenes, las hagiografías, doctrinas y catecismos, textos legales y escolares, y sermones. Para nuestro objeto, nos parece especialmente interesante el capítulo dedicado a la producción visual, comenzando por las aportaciones de Elisabetta Corsi (La retórica de la imagen visual en la experiencia misional de la Compañía de Jesús en China siglos XVII-XVIII), que se sitúa en el laboratorio por antonomasia de las misiones jesuitas, China, Comienza por referirse a la emblemática y al mundo intelectual italiano, de los códigos de comportamiento y los buenos modales, para explicar cómo se adaptan ésos hasta lograr su recepción en el intrincado espacio de la corte china, planteando los problemas historiográficos que implican el encuentro entre ambas culturas. 

Ralph Dekoninck (Imaginar la ciencia: la cultura retórica jesuita entre ars rethorica y scientia imaginum), por su parte, partiendo también de la imagen, analiza la relación entre la ciencia y la retórica en el mundo jesuita del siglo XVII, preguntándose cómo ha podido la ciencia vestirse de imágenes para crear lo que podría lamarse un imaginario científico, y también cómo ha podido la retórica tomar prestado de la ciencia sus imágenes descriptivas o demostrativas para emblematizarlas y ponerlas al servicio de un mensaje moralizador o religioso. Para responder a estas cuestiones ofrece varios ejemplos de saberes como la zoología, la botánica o las matemáticas, con lo que explica el surgimiento de un par de géneros desarrollados por los jesuitas a partir de su scientia imaginum, en los que se observa una retorización de la ciencia a la par de una cientifización de la retórica. Si los emblemistas tomaron muchos elementos prestados de las obras de historia natural, los hombres de ciencia, después de haber decsrito la realidad, no se prohibieron proponer una interpretación que tuviera como objetivo la obtención de una enseñanza moral o religiosa.

Datos completos de la obra: Perla Chinchilla y Antonella Romano (coords.), Escrituras de la Modernidad. Los jesuitas entre cultura retórica y cultura científica, México, Universidad Iberoamericana, 2008.

ANIMALES Y ECONOMIA AGRARIA EN EL EGIPTO OTOMANO. Arturo Morgado García

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En este artículo publicado en la American Historical Review, el autor nos muestra cómo el cambio en el status económico jugado por los animales jugó un papel central en la transformación de Egipto de una provincia predominantemente agraria a un protoestado centralizado y burocrático que progresivamente perdió sus nexos con el imperio turco. En la temprana Edad Moderna, una de las principales fuentes de riqueza era la posesión de numerosos animales domésticos, pero a partir de 1780 una serie de catástrofes climáticas y de plagas (entre ellas de peste) diezmaron las poblaciones humanas y animales, y con  la pérdida del ganado los propietarios agrícolas tendieron a buscar otras formasde riqueza, siendo la principal la acumulación de tierra. Las últimas décadas del siglo vieron la creciente concentración de la propiedad en manos de un pequeño grupo de líderes rurales, que empezaron a usar su riqueza como una fuente de poder político. Para hacer estas nuevas tierras productivcas, los nuevos propietarios necesitaban buscar una fuente de trabajo que sustituyera a los animales que habían reemplazado y la encontraron en los humanos, lo que provocó la introducción del sistema de la corvea en el campesinado egipocio. La pérdida del papel central de los animales en la economía rural fue el principal factor de la transición egipcia de una economía agraria de subsistencia a un modelo basado en la agricultura comercial, la concentración de la tierra y el trabajo humano intensivo. Esto nos da pistas para entender lo sucedido en otras economías agrarias, desde la China Qing al sur de Inglaterra, donde la tierra acabó concentrándose en pocas manos cuando se pasó del modelo de subsistencia a la agricultura comerial.

Extractado de Alan Mikhail,  “Unleashing the Beast: Animals, Energy and Economy of Labor in Ottoman Egupt”, The American Historical Review, 118, abril 2013, pp. 317-348. El autor nos proporciona algunos títulos sobre los animales en el mundo islámico, tales Annemarie Schimmel, Islam and the Wonders of Creation: The Animal Kingdom (London, 2003); Mohamed Hocine Benkheira, Catherine Mayeur-Jaouen, and Jacqueline Sublet, L’animal en islam(Paris, 2005); Sarra Tlili, Animals in the Quran (Cambridge, 2012); Basheer Ahmad Masri, Animals in Islam (Petersfield, 1989); Masri, Animal Welfare in Islam (Markfield, 2007); Richard C. Foltz, Animals in Islamic Tradition and Muslim Cultures (Oxford, 2006). Ilustración extraída de Description de l´Egypte. Histoire Naturelle, París, 1809, tomo 1.

UNA METROPOLI ESCLAVISTA: EL CADIZ DE LA MODERNIDAD (2013). Arturo Morgado García

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Como uno tiene derecho a hacerse un poco de autopropaganda, anunciamos desde estas páginas la reciente publicación de nuestro libro, que intenta ofrecer una aproximación al fenómeno esclavista en Cádiz durante la Modernidad. Aprovechamos la ocasión para manifestar nuestro agradecimiento a Doña Aurelia Martín Casares, profesora titular de Antropología de la Universidad de Granada, ya que gracias a sus continuos desvelos y a su generosidad se debe, en buena medida, el que este libro pueda ver la luz.



INDICE.

Introducción.
1. La visión de la esclavitud. El marco legal. La actitud de la Iglesia. Una valoración negativa. Los inicios del pensamiento abolicionista.
2. Los otros mundos. La Berbería. La experiencia del cautiverio. El Imperio turco. El Africa subsahariana.
3. Un impacto cronológicamente desigual. El contexto. Los inicios (hasta 1650). El apogeo (165-1700). Decadencia pero no desaparición: el siglo XVIII.
4. La estructura del mercado. El volumen del comercio esclavista. Caracterización de los esclavos vendidos. Los precios. Vendedores y compradores. Las formas de introducción.
5. Vidas reinventadas. Las relaciones con los propietarios. Solidaridades y conflictos. El trabajo. La religión. La enfermedad y la muerte.
6. La libertad. Los mecanismos de la liberación. El precio de la libertad. Una liberación discriminada. Una colonia numerosa. Los límites de la integración.
Epílogo: la pervivencia decimonónica.

Datos completos de la obra: Arturo Morgado García, Una metrópoli esclavista: el Cádiz de la Modernidad, Granada, Editorial Universitaria, 2013, 360 pags.

VICTOR MINGUEZ: LA INVENCION DE CARLOS II (2013). Arturo Morgado García

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Aunque ésta sea una entrada algo breve, no quisiéramos dejar de referirnos a este libro, por cuanto su autor nos merece la mayor confianza. En este caso se trata de un estudio de la iconografía y la simbología que rodearon al último de los Habsburgo españoles, interesándonos particularmente dos capítulos que entran de lleno en la temática del simbolismo animal, a saber, el águila y el león, emblemas de siempre del poder, y muy relacionados en ambos casos con el aparato simbólico que rodeaba a los monarcas españoles.

Es curioso, pero en los años finales del Seiscientos la familia Habsburgo, tanto en España como en Centoeuropa, parece conocer una reactivación de su aparato simbólico, quizás por las victorias obtenidas por los imperiales contra los turcos, quizás como campaña de propaganda que sirviera de contrapeso al creciente poder de la Francia de Luis XIV. Ya lo puso de relieve para el caso de Carlos II hace muchos años Alvarez Ossorio en su hermoso trabajo "Virtud coronada" (1996), y, para el caso de Leopoldo I, su contemporáneo de la rama vienesa, baste con leer cualquier síntesis general dedicada a los Habsburgo, como la de Wheatcroft. 

Lo cierto es que la Casa de Austria demostró durante mucho tiempo que era posible, factible y hasta rentable, que súbditos de orígenes, lenguas y talantes muy distintos, desarrollaran una fidelidad común, frente al nacionalismo exclusivista que acabó por imponerse en la Europa del siglo XIX. Quizás esta opinión se deba a nuestro sentimiento pro Habsburgo (una familia que produjo a alguien como Rodolfo II merece el mayor de los respetos), y lo cierto es que, al menos su rama centroeuropea, tuvo a soberanos poco imaginativos, aburridos, y no demasiado inteligentes, pero voluntariosos, esforzados y celosos cumplidores de su deber, frente los, demasiado abundantes, tiranos sedientos de sangre o lascivos incompetentes que encontramos en otras familias reales europeas, lo que a veces nos lleva a desear a que en su momento hubiese obtenido el trono español el archiduque Carlos. Probablemente algunos de los males presentes se hubieran evitado, pero esto es ya mucho decir.


Datos completos de la obra: Víctor Mínguez, La invención de Carlos II. Apoteosis simbólica de la Casa de Austria, Madrid, Centro de Estudios Europa Hispánica, 2013.

CONONOCIMIENTO DE USAR Y TIRAR. Arturo Morgado García

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Hace unos cuantos días un compañero nos comentó que la revista de nuestro Departamento, por razones, evidentemente, económicas, debía dejar de ser editada en lo sucesivo en papel y ceñirse solamente al formato electrónico. En aquel momento le comenté que éramos totalmente partidarios de ello, por cuanto el papel genera una serie de gastos que nunca son reintegrados, la difusión es bastante limitada, y, lo que no es menos importante, ocupa espacio. Ciertamente, el formato electrónico tiene una serie de ventajas, y hay que aclarar que somos absolutamente partidarios del mismo. Es inmediato, cualquier cosa que se escriba puede ser colgada automáticamente en la red. Su difusión es universal, basta con tener una conexión a Internet para que desde cualquier parte del mundo se pueda leer (cualquiera que se haya dado de alta en academia.edu lo habrá comprobado). Desde el punto de vista económico, es mucho menos costoso. Se obvia la tiranía de los evaluadores en el caso de la autoedición. Y las publicaciones no ocupan espacio, basta llevar el casi indispensable pendrive en el que ya encerramos toda nuestra vida para cargar con ellas.

Pero estamos generando un tipo de conocimiento totalmente distinto al que hasta entonces había imperado. Desde que se inventó la escritura, lo escrito era producido con la voluntad de permanencia, y gracias a este formato han llegado hasta nuestros días papiros egipcios, tablillas asirias, pergaminos medievales, o libros decimonónicos. Cuando un autor escribía, en el fondo, lo hacía siempre con vocación de eternidad, eternidad de la que el viejo adagio latino scripta manent se hacía eco, frente al carácter efímero de la palabra. Y el conocimiento que se producía era un conocimiento al que siempre se podía volver acudiendo de nuevo a los libros en los cuales estaba depositado. Ahora, ya no será así. Produciremos conocimiento almacenado en unos servidores informáticos, que no durarán milenios, y, probablemente, ni siquiera siglos. Quien esto escribe ya ha pasado por los disquettes de cinco y cuarto, los disquettes de tres y medio, los CD, y, actualmente, los pendrives, y sabe de sobra que no son eternos ni permanentes, y que son mucho más vulnerables que el papel. Dentro de veinte, cincuenta, o cien años, es muy probable que sea absolutamente imposible el acceso a las revistas que se están pasando actualmente en masa al formato electrónico, y el conocimiento producido en las mismas será olvidado para siempre (para ser honestos, muchas veces no merece otra cosa). Se nos responderá que Internet ya está absolutamente consolidado y que es totalmente irreversible, y sería necesario que hubiera un cataclismo postnuclear para que se fuera al traste, lo cual es cierto, y de producirse, poco nos importaría que las revistas almacenadas en formato electrónico fuesen o no asequibles. Pero la vieja idea romántica de aquel pasado en el cual unos monjes conservaron celosamente el saber al resguardo de los bárbaros, ya no podría repetirse, y no volvería a haber un San Leibowitz al que rendir culto.

Lo cierto es que uno va llegando cada vez más a la conclusión de que no se produce conocimiento para que avance el conocimiento. Se produce conocimiento para que avance el curriculum.

PRODUCIR CONOCIMIENTO CUESTA...Y HAY QUE EMPEZAR A PAGAR. Arturo Morgado García

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El pasado 30 de noviembre el ABC publicaba una noticia referida al mercadeo con los artículos científicos que hay en la República Popular China:

Como no podía ser de otra manera, estas prácticas nos parecen absolutamente execrables, pero es lo que la Academia se ha ganado a pulso. Hoy día hay una auténtica obsesión por los JCR y los índices de impacto, y al final hemos caído en la trampa de mercantilizar la divulgación del conocimiento. A ver si nos enteramos: los índices de impacto los elaboran empresas privadas, vinculadas al mundo anglosajón, y estas empresas actúan de la misma manera que las agencias de calificación: priman todo lo publicado en inglés, que tiene más papeletas para recibir la triple A, cobran por incluir alguna publicación en sus índices (lo justificarán como el precio a pagar por el estudio de viabilidad realizado), y contribuyen poderosamente a salvaguardar el mandarinato cultural de unos países anglosajones que ya han perdido la batalla económica y dentro de unas décadas van a perder la tecnológica, por lo que necesitan a toda costa mantener su primacía en el terreno de la producción de conocimiento, sea incluyendo a sus universidades en los primeros puestos del ranking, sea convirtiendo a sus publicaciones periódicas en las más apreciadas por los científicos de todo el mundo para publicar en ellas, aún a sabiendas de que para eso hay que pagar. Y las autoridades educativas de países como el nuestro les hacen el juego exigiendo a los investigadores coleccionar JCR para que su trabajo sea recompensado en forma de subvenciones, becas, proyectos o acreditaciones. Y conste que el que firma esto también participa del juego, aunque sea solamente sea por el hecho de que si no puedes cambiar el sistema, tendrás que adaptarte a él.

Y la verdad es que tal como está concebido, el sistema se presta a los mil y un trapicheos: podemos comprar el ISBN a una editorial de prestigio para dar mayor solvencia a una publicación, podemos pagar a una revista para que nos coloque algún artículo, podemos incluir, previo pago, a una destacada autoridad intelectual (llamémosle  asesoramiento técnico debidamente recompensado) incluyéndola entre los firmantes para dar más lustre a alguno de nuestros trabajos, podemos firmar convenios de yo te cito tú me citas con otros colegas (ya se han descubierto tramas al respecto), y mil y una tácticas igualmente repulsivas. La producción de conocimiento se ha convertido en un inmenso mercado, y en un mercado, no lo olvidemos, todo es susceptible de ser comprado y de ser vendido, y ya sabemos para qué sirve la autorregulación que tanto les gusta a los neoliberales. Lo que no acabaremos nunca de entender es por qué tantos desvelos, cuando los productores de conocimiento, casi nunca, nos beneficiamos económicamente de ello, y cuando obtenemos alguna subvención o algún proyecto es, simplemente, para trabajar más. Aunque ya se sabe que nos gusta autoflagelarnos.


SERGE GRUZINSKI: LAS CUATRO PARTES DEL MUNDO (2010). Arturo Morgado García

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En esta maravillosa obra Serge Gruzinski nos ilumina sobre la primera globalización de la historia, la conseguida por el imperio hispanoportugués entre 1580 y 1640, y que provocó que los ibéricos tuvieran intereses, relaciones y contactos en lugares tan distintos y tan distantes como las costas africanas, el continente americano, el mundo mediterráneo o los imperios de Extremo Oriente. Pero esta red de conexiones a escala mundial no solamente tenía como epicentro la Península Ibérica: el inmenso mérito de Gruzinski radica en mostrarnos como la mal llamada periferia colonial también se beneficiaba de estas redes, poniendo como ejemplo el de Nueva España, utilizando el diario del indígena Chimalpahín escrito en lengua náhuatl, que lo mismo  consigna el asesinato del rey Enrique IV de Francia en 1610, la ejecución de los mártires de Nagasaki (1597) , o la llegada de una embajada japonesa a México. Y el autor tiene plena conciencia de formar parte de un ente llamado la Monarquía Católica, cuyo monarca, Felipe II, es demominado CemanahuacTlahtohuani , señor universal. Hombres como García de Orta, portugués afincado en la India que escribiría sobre las virtudes medicinales de sus plantas, González de Mendoza, el primer europeo que escribió una historia de China, Alonso de Molina, autor de un diccionario en nahuatl y castellano, o García de Silva, el primer europeo que contemplara las ruinas de Persépolis, fueron los protagonistas de esta mundialización, aunque sin abandonar el escolasticismo como modelo de pensamiento predominante (enseñado con total naturalidad en las universidades de México y de Lima), ni la utilización de las lenguas europeas (en la Monarquía Ibérica, el latín, el castellano, el portugués y el italiano) como vehículos de comunicación fundamentales para quien quisiera acceder a los mundos de la cultura o del poder.

Pero de todo ello ya no queda nada, ni siquiera la memoria. La independencia de Portugal y el auge del imperio colonial holandés destrozó la trama ibérica de relaciones mundiales, a la vez que los modelos intelectuales en los que se apoyaba fueron progresivamente socavados: el latín y el italiano, desplazados en beneficio del francés y más tarde del inglés, el escolasticismo sustituido por el experimentalismo y el cartesianismo, y los jesuitas como los grandes productores de conocimiento en pro de academias e instituciones científicas apoyadas por los estados.

Nos gustaría añadir una última reflexión: el libro de Gruzinski obedece muy bien a las pautas de la historiografía francesa, que gusta mucho de la acumulación de detalles impresionistas, lo que contribuye a enriquecer el texto y a otorgarle una gran belleza literaria. Estamos seguros de que si hubiera remitido su manuscrito a alguna editorial anglosajona, se lo habrían rechazado por empirista, erudito y no exponer unas conclusiones claras.

PRIMERA PARTE La mundialización ibérica. I. Vientos del este, vientos del oeste. ¿Puede un indio ser moderno?  II. "Alrededor del mundo sin cesar". III. Otra modernidad. SEGUNDA PARTE La cadena de los mundos. IV. México. El mundo y la ciudad. V. "En ti se junta España con China". VI. Puentes sobre el mar. TERCERA PARTE Las cosas del mundo. VII. Los expertos de la Iglesia y de la Corona. VIII.  Los saberes del mar, de la tierra y del cielo. IX. Las herramientas del conocimiento y del poder. X. Historias locales, evaluaciones globales. XI. Las primeras élites mundializadas. CUARTA PARTE La esfera de cristal. XII. La pista de los objetos. XIII. Los loros de Amberes. Arte mestizo y arte globalizado. XIV. Las paredes de cristal. O la globalización del pensamiento. XV. La globalización de las lenguas. XVI. Al borde del acantilado. Los linderos de la globalización.

Datos de la obra: Serge Gruzinski, Las cuatro partes del mundo. Historia de una mundialización (ed. francesa 2004), México, FCE, 2010. Ilustraciones: Juan Correa, Las cuatro partes del mundo, siglo XVII, Museo Soumaya, ciudad de México. Portugueses en Japón, pintura japonesa del siglo XVII.

JAMES DELBOURGO y NICHOLAS DEW: SCIENCE AND EMPIRE IN THE ATLANTIC WORLD (2007). Arturo Morgado García

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Science and Empire in the Atlantic World opens not in the Atlantic Ocean but in the Pacific on an imaginary island off the coast of Peru. In his New Atlantis (1627), Francis Bacon conjured this island and its kingdom, Bensalem, as a model for England in its early forays into commerce and colonization in the Atlantic world. Such a starting point for a collection of essays on the Atlantic world may be surprising. Yet, in their introduction, the editors, James Delbourgo and Nicholas Dew, explain that, although Bensalem was not in the Atlantic world, it was of the Atlantic world. Written at a time when the Spanish Crown was still the primary colonial power in the Americas, Bacon's New Atlantis also signals the importance of the Iberian world as a pioneer and model of European visions and techniques of “Atlantic knowledge and power” (p. 4); not only is Bacon's imaginary island located off the coast of a Spanish viceroyalty, but Bacon's narrator also apparently speaks Spanish, as do the inhabitants of the island. Accordingly, essays on the Iberian Atlantic--mostly Spain and Spanish America--figure prominently in this volume even as it covers a range of the geopolitical contexts of the Atlantic world, including British, Dutch, French, Portuguese, and Spanish enterprises in North America, South America, and the Caribbean. While the central theme of the collection is the making of natural knowledge in and about the colonial Americas, the editors and contributors have made an effort to take the Atlantic world in its broadest conception seriously and to fully explore its utility as a unit of analysis for understanding the relationship between early modern sciences and empires. Although the volume itself does not make a big deal of this inclusiveness, it is a significant feature. After all, it was not that long ago that Jorge Cañizares-Esguerra made his forceful critiques of the ways in which historical scholarship on early modern science and the Enlightenment overlooked and often simply ignored the Iberian world.

 Science and Empire in the Atlantic World represents a new era in the histories of science and the Atlantic world--an era in which the Iberian world is simply assumed to be part of the story without any hand-wringing and without much fanfare. This is a positive development.
Although the editors do not call attention to the variety of their selections, it is one of the volume's strengths and the editors made inclusivity a primary goal in their selection process--a feature also reflected in the volume's broad conception of early modern science, including selections on astronomy, botany, cartography, medicine, natural philosophy, and technology. Delbourgo and Dew make good use of the diversity of the essays by organizing the volume into four thematic sections, each with three essays, with an afterword to the whole collection by Margaret Jacob entitled “Science, Global Capitalism and the State.” Each of these sections includes essays drawn from different scientific enterprises and geopolitical contexts, as in section 1 which includes Alison Sandman on geographic knowledge in the Spanish Atlantic, Nicholas Dew on astronomical practices in the French Atlantic, and Joyce Chaplin on oceanographic knowledge in the British Atlantic. This organizational scheme supports the editors' goal for the contributions to “be read comparatively to see how Europeans and American Creoles competed in the project to make knowledge in relatively discrete zones of territorial and maritime influence” while at that same time considering these case studies as “interlocking parts of a larger history of knowledge, communication, and empire in the Atlantic World--a history that transcends any single national framework and is defined as much by unpredictable crossing as mercantile containment” (p. 20). Ultimately, the very architecture of the collection results in a volume that seeks to “work against traditional national narratives of center-periphery relationships” (p. 6). Here, the essays are discussed out of order.

One prominent theme in this collection is the epistemological consequences of Europe's encounter with the Americas. While existing scholarship has tended to emphasize the epistemic distance and dissonance between “Western rationalism” and “Native American shamanism and magical thinking” (p. 100) during the early modern period, Ralph Bauer's essay shows that European ways of knowing actually had much in common with indigenous ways of knowing, especially in the case of sixteenth-century European occult philosophy. Through a close reading of Sir Walter Raleigh's The Discoveries of the Large, Rich, and Bewtiful Empyre of Guiana, Bauer argues that “occult philosophical traditions provided important epistemological venues in an early modern discourse of 'discovery' not only for the apprehension of empirical phenomena that seemed to be at odds with the more authoritative sources of the scholastic canon but for an interaction with local (often oral) form of knowledge” (p. 102). In contrast to Bauer, Antonio Barrera-Osorio argues that the new empirical practices that the Spanish developed in response to their encounter with the New World, constituted an alternative to “Aristotelian, Neo-Platonic, magical and alchemical practices of the sixteenth century” (p. 178). Through an examination of cases from agriculture and cartography, Barrera-Osorio argues that the Spanish Empire “fostered the creation and development of institutions and institutionalized empirical practices for the study and organization of the New World” (p. 178). When considered side by side, the essays from Bauer and Barrera-Osorio show how the empirical knowledge of the Americas had different effects depending on the context. In another case study from the Spanish Empire, Alison Sandman considers the declining authority of yet another kind of empiricism: the tacit and experiential knowledge of ship's pilots. She argues that ship's pilots and their knowledge lost utility and authority as the Spanish Crown focused its efforts on publicizing and endorsing “the universal, theoretical, systematic knowledge of the cosmographers” (p. 33). These three selections reflect some of the variety of reactions among Europeans to empirical observations and experiences of the New World. It also is important to note that these essays appear in different sections of the volume. While the editors' thematic organization of the collection is useful, the general of coherence of the essays means that readers can follow a variety of intellectual itineraries to connect, compare, and contrast the contributions in myriad ways.

Another strength of this volume is its commitment to providing “a social history of the interconnections between radically different peoples that made and circulated natural knowledge” (p. 12) as part of a conscious effort to turn away from European “heroic narratives of discovery” that have characterized “the history of science beyond Europe” for so long (p. 5). Many of the techniques and institutions developed to facilitate science and empire in the Atlantic world involved the coordination of a variety of social groups that played a significant, if often underappreciated or unrecognized, role in these enterprises. Júnia Ferreira Furtado takes us to colonial Brazil with her revisionist account of the role of Portuguese physicians in the development of tropical medicine. Furtado describes the emergence of a “colonial empiricism” constituted by the material and intellectual exchange between Luso-Brazilian barber-surgeons and indigenous peoples and African slaves in the interest of “gathering and testing of plants, drugs and other objects” (p. 128). Furtado's essay highlights two features of such interactions that appear in several other essays in this collection. On the one hand, those with direct experience of American nature and indigenous peoples, such as Furtado's barber-surgeons in Brazil, often used their experiences to bolster their authority vis-a-vis scientific practitioners in Europe. On the other hand, as Europeans assimilated this empirical knowledge of American nature, they increasingly effaced reference to the indigenous peoples, African slaves, or Creoles who gave rise to that knowledge in the first place.

Focusing on the slave societies of southern North America and the Caribbean, the essay from Susan Scott Parrish shows how African slaves co-opted the empiricism that pervaded the colonial Americas and used it to their advantage. “Empiricism,” writes Parrish, “often gave authority where political empire took it away” (p. 282). In such situations, European colonists often experienced anxiety born of conflicting conceptions of African slaves as possessing “the capacity to perform empirical work” while treating “African knowledge as potentially subversive” (p. 283). Similarly, François Regourd's essay examines the reception of mesmerism by both colonial elites and African slaves in late eighteenth-century Saint Domingue. For colonial elites, mesmerism fostered their efforts to engage broader discourses and practices of medicine and science that pervaded the French Atlantic even as they questioned the ability of “Old Word” experts to judge the applicability of mesmerism to the New World. At the same time that some colonial elites sought to discredit mesmerism, colonial magistrates expressed fears that blacks might appropriate this knowledge and use it against whites. Thus, Regourd argues, “mesmerism in Saint Domingue appears as a fascinating catalyst of tensions and fantasies” and, ultimately, it was the encounter with the occult powers of mesmerism that provided colonial elites with the language and notions to describe Vodou--a much more elusive body of Atlantic knowledge, practices, and rituals "built on a constant cross-fertilization" (pp. 324-325). In light of the variety of peoples who employed empirical techniques and allegedly European bodies of knowledge to their own ends, these contributions suggest that making natural knowledge in the Atlantic world constituted a range of malleable ideas and practices that were as likely to undermine as to affirm imperial power.

Creoles were another important group of intermediaries in the Atlantic world navigating between indigenous, African and European ways of knowing while attempting to develop their own epistemology and to assert their own authority. In many cases, we see that the experience of Creoles provide a means to question and undermine the geography of (European) centers and (American) peripheries that has dominated much of the scholarship on the Atlantic world as well as science and empire. In considering Benjamin Franklin's efforts to know and represent the Gulf Stream in the Atlantic Ocean, Joyce Chaplin offers a “useful corrective” to characterizing “science and empire in terms of distinct geographic zones, usually divided hierarchically into center and periphery” (p. 73). Even though the Atlantic Ocean was central to the British imperial enterprise in the Americas, knowledge of that medium of empire remained surprisingly diffused and decentralized. Ultimately, Franklin's real achievement was not necessarily in making new observations about the ocean but rather in collecting and collating the knowledge of mariners--an effort that made the Gulf Stream legible. While Chaplin suggests that “there was no center” in Franklin's case, Daniela Bleichmar, in a contribution on the circulation of botanical knowledge in the late eighteenth-century Spanish Empire, presents a world in which there were multiple centers of knowledge production--a world in which, surprisingly, Madrid was not always the main reference point for naturalists in Spanish America. Instead, Bleichmar shows how Spanish and Creole naturalists on both sides of the Atlantic world found themselves operating within “dense institutional and administrative networks” in their efforts to identify and exploit botanical commodities from Spanish America--cinnamon, tea and cinchona bark--as part of “initiatives [that] originated not only in Madrid but [also] in places like Bogotá, Lima, and Mexico City” (pp. 227-228).

Like their counterparts in South America, Creoles in colonial British America had to navigate a complex network of centers of knowledge production. In his essay, Jan Golinski focuses on an “Atlantic discourse concerning the effects of climate on civilization” (p. 155)--a discourse that supported a privileging of European centers of knowledge production over those in the America. Golinski shows that British American Creoles not only laid claim to knowledge of American climate but also asserted their power to change this climate through civilization itself as part of their efforts to refute European theories of the degenerative effects of the American climate. James Delbourgo tells a similar story of the contributions and powers of Creoles in British America through the case of electrical machines in the mid-eighteenth century. Delbourgo emphasizes the malleability of the “truths that electrical machines yielded” (p. 257). At one moment, “provincials” in British America might view electrical demonstrations as their access point to European Enlightenment; and at another moment, they might interpret these same demonstrations as representing their political and epistemological independence from European imperial power. As “American provincial cosmopolitanism yield[ed] to a romantic republican nationalism,” operators and interpreters of these electrical machines showed that these technologies could serve as “engines of both unity and disunity in the Atlantic World” (p. 258).

One other valuable contribution of this collection is its emphasis on the contingency and fragility of knowledge and power in the Atlantic world. Here, a return to Bacon'sNew Atlantis is useful. The centerpiece of Bacon's utopian vision was a state-sponsored institution for the study of the natural world, known as Solomon's House. One remarkable achievement of Solomon's House was that its agents had traveled the world collecting all kinds of information and knowledge without anyone learning of the existence of their island. In other words, Bensalem got all the beneficial knowledge of long-distance, cross-cultural exchange without any of the hassles of commercial and colonial entanglements that characterized such enterprises in the Atlantic world. Whereas the collection of knowledge from afar was quite easy for the imagined kingdom of Bensalem, several essays in this collection illuminate the contingencies and difficulties involved in actually knowing and governing across the vast the expanse of the Atlantic Ocean “in an age before the modern nation-state and professionalized scientific disciplines” (p. 6). Travel itself could be a problem. In 1672, when Jean Richer, a member of the Académie des sciences in Paris, traveled to French Guiana to take astronomical observations, he had to hitch a ride on a commercial vessel, unlike his counterparts a century later who were provided with ships from the French Crown. Nicholas Dew uses this episode to show that, before the late eighteenth century, scientific travelers acted more like “freeloaders” than full-blown agents of empire (p. 59). Not all scientific travelers were as resourceful or lucky as Richer. During a largely unplanned thirty-five-year odyssey in South America, Joseph du Jussieu, a French physician and naturalist, endured various failed attempts to send the results of his botanizing in South America back to Paris. In his essay, Neil Safier uses Jussieu's experience as an example of “thwarted knowledge,” a phrase that Safier defines as “knowledge that was cut off from broader networks either by obligations imposed by (Spanish) colonial powers, climate and metrological complications, financial considerations, (English) maritime bellicosity, or Jussieu's own changing psychological disposition” (p. 205). Contributions like these from Dew and Safier call attention to the quotidian, yet significant, ways in which that Atlantic world was as much an obstacle as an opportunity to the making of natural knowledge.

Overall, this collection of essays succeeds at presenting a diversity of case studies without sacrificing coherence and cohesiveness. It also succeeds in making a case for the utility of transnational, transimperial approaches in the historical study of early modern sciences and empires. Not surprisingly, Science and Empire in the Atlantic World is emerging as a foundational text among recent efforts to tell the history of science from a more global perspective. While such efforts represent an admirable and useful historiographical turn, it is still unclear how they interface with scholarship oriented more toward local, national, or regional contexts. The problem is especially acute in historical scholarship on science in colonial Latin America. As noted above, the history of science in the Iberian world in general has received little attention in Anglophone scholarship until very recently. The relationship of this collection of essays to that historiography is somewhat ambivalent. On the one hand, it makes the Iberian world an integral and natural part of the histories of science, empire, and the Atlantic world. On the other hand, the findings of these essays, when taken as a whole, suggest that even the vast expanse of Latin America may be too constrictive a geographical frame for characterizing the interactions between early modern sciences and empires. As this collection makes clear, it is not just the “Euro” in Eurocentrism that is the problem; it is also the centrism. In the early modern Atlantic world presented here, knowledge was not the product of a center or even a group of centers but, instead, it was the result of movements and interactions throughout the Atlantic world, even across imperial borders. In some sense, the success of the Atlantic paradigm here presents a challenge to any attempt to treat colonial Latin American science or Iberian science as enterprises distinct from the larger Atlantic world. Nonetheless, this collection has much to offer to students and scholars of the history of Latin America, especially by showing that many of the peoples of the Americas played a central role in the complex and contingent pathways of Atlantic knowledge and power.

Indice.

Introduction: The Far Side of the Ocean. James Delbourgo and Nicholas Dew (McGill University)
Part One: Networks and Circulations. 1. Controlling Knowledge: Navigation, Cartography, and Secrecy in the Early Modern Spanish Atlantic. Alison Sandman. 2. The Geography of Precision in the French Atlantic World. Nicholas Dew. 3. Circulations: Benjamin Franklin’s Atlantic as Medium and Message. Joyce E. Chaplin.
Part Two: Writing the American Book of Nature. 4. A New World of Secrets: Occult Philosophy in the Sixteenth-Century Atlantic. Ralph Bauer. 5. Tropical Empiricism: Making Medical Knowledge in Colonial Brazil. Júnia Ferreira Furtado. 6. American Climate and the Civilization of Nature. Jan Golinski.
Part Three: Itineraries of Collection. 7. Empiricism and Identities in the Spanish Atlantic World. Antonio Barrera. 8. Fruitless Botany: Joseph de Jussieu’s South American Odyssey. Neil Safier. 9. Atlantic Competitions: Botany in the Eighteenth-Century Spanish Empire. Daniela Bleichmar.
Part Four: Contested Powers. 10. The Electric Machine in the American Garden. James Delbourgo. 11. Diasporic African Sources of Enlightenment Knowledge. Susan Scott Parrish. 12. Mesmerism in Saint Domingue: Occult Knowledge and Voodoo on the Eve of the Haitian Revolution. François Regourd.
Afterword: Science, Capitalism and the State. Margaret C. Jacob.

(Reseña publicada en H-LatAm (October, 2012). Datos de la obra: James Delbourgo y Nicholas Dew (eds.), Sciende and empire in the Atlantic World, Nueva York, Routledge, 2007.


JORGE CAÑIZARES-ESGUERRA: NATURE, EMPIRE AND NATION (2007). Arturo Morgado García

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Nos encontramos ante una colección de ensayos cuyo hilo conductor es la historia de la ciencia y del conocimiento en el mundo ibérico. El primero de ellos, "Chivalric Epistemologic and Patriotic Narratives: Iberian Colonial Science", ofrece una rápida panorámica de estas dos tradiciones en la América colonial, sugiriendo que la epistemología sazonada por lo caballeresco, tan característica de las expansiones ibéricas, también influyó en los tempranos imperios coloniales inglés y francés.

La epistemología caballeresca también es el foco del segundo ensayo, "The Colonial Iberian Roots of the Scientific Revolution", que explora los orígenes ibéricos de las ideas de Francis Bacon en su inacabada La Nueva Atlántica (1624), arguyendo que los historiadores de la ciencia han pasado por alto los orígenes ibéricos de las ideas clave asociadas con los cambios habidos en el siglo XVII en la filosofía natural y que revolucionaron el temprano mundo moderno, exponiendo que los historiadores angloamericanos han permanecido ciegos a los orígenes ibéricos de la modernidad. Localizando estos orígenes en el norte de Europa, ello no ha sido solamente el resultado de los prejuicios que han marginalizado los desarrollos habidos en el Imperio español considerándolos una vuelta atrás, sino que también ha sido el resultado de qué disciplinas han elegido los historiadores de la ciencia para construir sus narrativas. Hasta muy recientemente, fueron las matemáticas y la física las que monopolizaron la atención, y la Revolución científica fue considerada el resultado del triunfo del heliocentrismo copernicano y la nueva filosofía mecanicista de Galileo, Descartes y Newton. Los historiadores, sin embargo, están abandonando esta narrativa, prestando una estrecha atención a los papeles jugados por el imperio, el comercio y el coleccionismo. Disciplinas como la cartografía y la historia natural ya no son consideradas como algo marginal en la narrativa de los orígenes de la modernidad científica, pero a pesar de ello los historiadores no se han sumado al estudio de los imperios ibéricos. El ensayo sugiere que esto tiene que ver en parte con la tradición de secreto de estado que conservó en los archivos muchas de las investigaciones en naturaleza y tecnología, por lo que fueron incapaces de llegar a otros europeos y de sumarse a la memoria histórica colectiva.

El tercer ensayo, "From Baroque to Modern Colonial Science", ofrece una visión general de las prácticas de la filosofía natural en la América colonial española. Las tempranas monarquías compuestas permitieron al Nuevo Mundo un alto grado de autonomía política y económica, y al igual que en Europa las tradiciones neoplatónicas de la ciencia se desarrollaron para reforzar las jerarquías políticas locales. Esta tradición barroca fue atacada a inicios del siglo XVIII, sin embargo, coincidiendo con la transformación de los virreinatos del Nuevo Mundo en colonias modernas. Esto resultó en un desarrollo de nuevas tradiciones científicas, que provocaron profundos cambios culturales. Pero a pesar de estos cambios, la naturaleza fue desplegada tanto en los regímenes coloniales barroco como moderno, a fin de dar soporte a las agendas patrióticas de los políticos del Nuevo Mundo.

"New World, New Stars, Patriotic Astorlogy and the Invention of Amerindian and Creole Bodies in Colonial Spanish America 1600-1650" describe cómo el patriotismo adornó la práctica de la astrología en el Nuevo mundo, y también muestra que las élites criollas educadas en la América española fueron capaces de transformar la medicina galénica e hipocrática para defender sus virreinatos, que consideraban reinos de pleno derecho. En este proceso, ellos crearon el moderno concepto del cuerpo racializado. Pero ese patriotismo también se da en la España peninsular, según muestra el ensayo "Eighteenth Century Spanish Political Economy: Epistemology and Decline", que revela cómo algunos españoles mostraron que las causas del declive español había que buscarlas no en teorías basadas en los principios de la naturaleza humana, sino a través de una rigurosa investigación en los archivos. La tradición patriótica anticartesiana desarrolló una epistemología de las ciencias sociales muy similar a la que introdujeron los críticos de la Revolución Francesa como Edmund Burke.

"How Derivative was Humboldt? Microcosmic Narratives in Early Modern Spanish Americna and the Other Origins of hUmboldt´s Ecological Sensibilities" continúa el estudio de la interpretación patriótica de la naturaleza en el Imperio español, mostrando que la historia del pensamiento ecológico ha ignorado las raíces hispanoamericanas de las teorías biogeográficas de Humboldt. Este ha sido considerado como el inventor de las teorías de la ecología de las plantas y la biodistribución que culminaría con sus mapas de los nichos microecológicos de los Andes, pero los historiadores de la ciencia no se han fijado en que Humboldt aprendió a leer los Andes como un laboratorio natural en el que estudiar la distribución de las plantas, de los intelectuales locales. Los naturalistas locales consideraron los Andes como un microcosmos con todos los climas y por lo tanto con toda la fauna y la flora del mundo. En su imaginación, los virreinatos ibéricos eran el mundo en pequeño. Finalmente, "Landscapes and Identities: Mexico 1850-1900" argumenta que los científicos artistas mexicanos del siglo XIX se entrenaron en las nuevas ciencias de la geología y la metereología produciendo representaciones de paisajes locales que eran de hecho alegorías históricas de la nación.

Datos de la obra: Jorge Cañizares-Esguerra, Nature, Empire and Nation. Explorations of the History of Science in the Iberian World, Stanford University Press, 2007.


ANTONIO LAFUENTE et alii: LAS DOS ORILLAS DE LA CIENCIA (2013). Arturo Morgado García

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En esta obra, uno de los mejores especialistas españoles de Historia dela Ciencia en la actualidad, Antonio Lafuente, publica una serie de trabajos escritos, bien en solitario, bien  en colaboración con otras figuras de primera línea, como Nuria Valverde, Leoncio López Ocón, o Juan Pimentel. Aunque todos ellos son de gran calidad, seleccionamos unos cuantos que nos parecen, para nuestros intereses, de una especial significación, centrándonos en aquellos que muestran la tensión existente entre la nueva política de conocimiento animada desde la Corona y representada por unas expediciones científicas conformadas según los saberes europeo, frente a los conocimientos y las tradiciones locales, manifestación más, al fin y al cabo, de la dicotomía existente entre política imperial y pobladores de las colonias.

En el prólogo, titulado "Los confines de la representación. Colonias y legos de la ciencia",  el autor señala cómo para las autoridades imperiales  era cómodo implementar un programa de herborización y clasificación de la flora americana, aunque ello, lógicamente, tenía sus consecuencias:  obligaba a despreciar los conocimientos que no se codificaran correctamente, así como también a defender que el conocimiento de un fragmento territorial podía generalizarse a toda la comarca, a privilegiar una forma de conocimiento basada en el dibujo de las plantas, a promover jerarquías botánicas entre los recolectores, los herborizadores y los clasificadores que ninguneaban a los yerberos, y, en fin, toda una panoplia de estrategias que ignoraban la importancia de los condicionamientos fitogeográficos y sociobotánicos, así como los conocimientos de los nativos y la experiencia local. Ni el entorno, ni la gente, ni la tradición de cada lugar parecían importar nada a los botánicos de su Majestad, con lo cual los representantes imperiales se autoerigían en depositarios del conocimiento frente a las tradiciones locales.


Escrito en colaboración con José de la Sota y Jaime Vilchis, el trabajo titulado "Dinámica imperial de la ciencia: los contextos metropolitano y colonial en la cultura española del siglo XVIII", comienza refiriéndose a la salida de España en 1787 de la Real Expedición Botánica dirigida por Martín Sessé, que tenía la orden de implantar el sistema linneano en México, lo que acabó provocando una serie de conflictos entre los expedicionarios, presentados como devotos linneanos, frente a los sabios novohispanos, calificados como  “rudos y pedantes yerberos”: oposiciones que el autor resume en "Cervantes contra Alzate, Linneo contra Francisco Hernández, México contra Nueva España, ciencia contra experiencia, botánica contra historia natural" (p. 72). Desde el mismo comienzo la contienda intelectual se adereza de resabios antipeninsulares y de sentimientos de la nación, erigiéndose Alzate en portavoz de los polemistas, defendiendo la nomenclatura de la herbolaria tradicional basada en la virtud curativa de las plantas. Todo ello hay que ubicarlo en un contexto más amplio, a saber, la idea de que a finales del Setecientos se extiende la convicción entre las élites de que el Imperio es inviable, no sólo por la explotación económica metropolitana sino por una cuestión de incompatibilidad cultural, comenzando a cuestionarse la capacidad modernizadora de los canales de comunicación que el Imperio había trazado entre Europa y América.

Es muy interesante el trabajo escrito con Leoncio López Ocón, "Tradiciones científicas y expediciones ilustradas en la América Hispana del siglo XVIII", donde se pone de relieve la tradición local de actividad exploratoria, en manos de clérigos y virreyes. Comienza señalando cómo en los primeros misioneros había muchos motivos para sentir fascinación ante la naturaleza americana y admiración por la magnitud de la empresa colonizadora, proliferando los escritos que daban testimonio de la maravilla y que reclamaban para el continente el privilegio de lo singular, y es en esta tradición donde cristalizaría una exaltación de lo propio y en donde irán madurando los principales ingredientes de la identidad criolla, pues el clero actuó como líder moral e intelectual de la sociedad colonial. La particular visión de la naturaleza y la realidad del imperio económico levantado por la Iglesia en América exigieron un permanente esfuerzo de investigación, en el que destacaron los jesuitas  pero que caracterizó a todas las órdenes que desempeñaron actividades misionales en las zonas fronterizas, destacando la labor realizada en el Paraguay. José Sánchez Labrador, ya en Italia, escribiría una Enciclopedia Rioplatense en tres partes, Paraguay natural (seis volúmenes de historia natural), Paraguay cultivado (cuatro tomos de agronomía) y Paraguay católico (geografía humana). Los conocimientos obtenidos por los jesuitas fueron organizados según un plan que integraba en una totalidad los tres reinos de la naturaleza y la cultura de las sociedades humanas que habitaban las regiones americanas, y esas historias naturales y morales redactadas según un patrón narrativo experimentado desde el siglo XVI presentaban a los seres vivos en un continuum vital en el que cada una de las piezas encontraba sentido y estaba en interacción con todas las demás. Esta sería la pretensión de Gumilla o de Pablo Maroni con sus Noticias auténticas del famoso río Marañón. Salvatore Gilij completaría a Gumilla en su Saggio di storia americana (Roma, 1780-1784), y su nostalgia criolla se proyectó en un programa historiográfico que le permitió reivindicar la exuberancia de la naturaleza americana, loar las grandezas de su patria lejana y demostrar la existencia de una tradición erudita, siendo éste también el caso de Juan de Velasco, Juan Ignacio Molina o Francisco Clavijero.

Y, finalmente, junto a Nuria Valverde, se presenta el trabajo "Botánica Linneana y Biopolíticas imperiales españolas", donde se nos vuelve a mostrar la perplejidad de los sabios locales ante la nueva ciencia de los peninsulares forjados según el modelo linneano. Alzate, por ejemplo, no entendía que para hablar de una planta hubiera que soslayar cuanto se sabía sobre su localización, entorno, época de floración o características de suelo, el problema era que el sistema linneano era insensible a las circunstancias locales y temporales, y los criollos no estaban de acuerdo con ello. Alzate lamenta el costo de los nuevos instrumentos, la pérdida de tiempo que supone no poder herborizar más que en tiempo de floración, la obscenidad del sistema sexual o la incompatibilidad con los conocimientos y jerarquías locales. Era inquietante la escisión entre botánica y materia médica, y se pretendía que lo taxonómico estuviera subordinado a lo sensible, y lo sensible a su utilidad, por lo que el nombre de una planta no debía ser la expresión de un orden lógico sino funcional.

Índice:

Los confines de la representación: colonias y legos de la ciencia, por An­tonio Lafuente.-Parte I. Mundialización: el vector espacial.-Institucionalización metropolitana de la ciencia española en el siglo xviii, por Antonio Lafuente.-Dinámica imperial de la ciencia: los contextos metropolitano y colonial en la cultura española del siglo xviii, por Antonio Lafuente, José De la Sota y Jaime Vilchis.-Tradiciones científicas y expediciones ilustradas en la América Hispana del siglo xviii, por Antonio Lafuente y Leoncio López-Ocón.-La producción de objetos y valores científicos: tecnología, gobierno e Ilustración, por Antonio Lafuente y Nuria Valverde.-Botánica linneana y biopolíticas imperiales españolas, por Antonio La­fuente y Nuria Valverde.-Parte II. Mundanización: el banquete político.-La construcción de un espacio público para la ciencia: escrituras y es­cenarios en la Ilustración española, por Antonio Lafuente y Juan Pi­mentel.-Newton a la carta, por Antonio Lafuente.-Ciencia mundana y ciencia popular: estilo y sensibilidad en la historia natural de Buffon, por Antonio Lafuente y Javier Moscoso.-Las políticas del sentido común: Feijoo contra los dislates del rigor, por Antonio Lafuente y Nuria Valverde.-El espejismo de las dos culturas , por Antonio Lafuente y Tiago Saraiva.-Notas.-Bibliografía.

Datos de la obra: Antonio Lafuente, et alii, Las dos orillas de la ciencia. La traza pública e imperial de la Ilustración española, Madrid, Marcial Pons, 2013.

ANDRES I. PRIETO: MISSIONARY SCIENTISTS (2011). Arturo Morgado García

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Si en Europa, buena parte de los recursos de la Compañía se destinaron a sostener sus escuelas y universidades, en América el foco principal fue la evangelización de las comunidades nativas, y ello favoreció el surgimiento de una particular identidad profesional como misioneros. La mayor parte de los textos sobre física, matemáticas o historia natural producidos por los jesuitas europeos lo fueron por profesores de los principales colegios o universidades en Italia, Alemania o Francia, y el objetivo no solamente era proporcionar libros de texto para sus estudiantes, sino también conseguir la protección de nobles y príncipes y reforzar la reputación de la orden entre las clases dominantes. En América, por el contrario, el énfasis en la actividad misional definió diferentes caminos para el estudio de la naturaleza. La estrategia misionera adoptada por los jesuitas implicó un contacto prolongado entre los sacerdotes y las comunidades nativas, y los desafíos prácticos y teológicos presentados por las culturas autóctonas y la necesidad de sobrevivir en un medio a menudo hostil, forzó a los jesuitas a describir, explicar y utilizar la naturaleza y las tradiciones indígenas para ello, aprendiendo sus lenguas y culturas y utilizando esta información para sus esfuerzos proselitistas. En Chile y Paraguay los misioneros emplearon a informantes nativos para aprender acerca de sus prácticas curativas, especialmente el empleo de plantas medicinales.

La práctica científica de los jesuitas fue sumamente colaborativa, a lo que ayudaba la continua rotación de sus miembros. Un jesuita típico Sudamérica podía pasar por diferentes colegios y misiones durante el transcurso de su vida,  y si tenía mucho éxito en sus actividades podía terminar en las capitales virreinales e incluso en España.  Las características de las carreras jesuitas, junto con la práctica institucional de intercambiar información entre las diferentes provincias de la Compañía, facilitaron la creación de una comunidad de naturalistas jesuitas en permanente contacto unos con otros. Cobo, en su estancia en México, se carteó con sus hermanos peruanos, enviándoles relatos de sus observaciones durante su viaje. Nicolás Mascardi escribió durante toda su vida a su maestro Athanasius Kircher. Desde las remotas regiones meridionales argentinas y chilenas, Mascardi envió a Kircher relaciones regulares de sus observaciones atsronomómicas, mientras al mismo tiempo intercambiaba información con sus colegas peruanos. El caso de Mascardi nos muestra que los naturalistas jesuitas utilizaron una amplia red de informantes, tanto en materias científicas como históricas. Estos informantes no procedían solamente de las comunidades nativas, sino también de soldados, nobles y aficionados con los que se encontraron en sus diferentes destinos. La acumulación de información sobre el mundo natural cristalizó en los trabajos de unos cuantos jesuitas que emplearon su tiempo en ordenar y sistematizar la riqueza de datos obtenidos por numerosos investigadores e informantes de fuera de la Compañía.

Aunque la descripción de la naturaleza americano contaba con una una rica tradición que se remontaba a Gonzalo Fernández de Oviedo, la obra de Acosta Historia natural y moral de las Indias (1590) inauguraría una serie de textos jesuitas de historia natural que seprolongarían hasta el siglo XVIII, como los de Alonso de Ovalle (Histórica relación del reino de Chile, 1646), Bernabé Cobo (Historia del Nuevo Mundo, 1653), Diego de Rosales (Historia general del reino de Chile, ca. 1673), y Juan Ignacio de Molina (Storia geografica del regno de Chile, 1776 y 1782). Todos ellos se apoyaron en las historias naturales escritas por sus predecesores y contemporáneos no jesuitas, pero también reflejan las continuidades y transformaciones experimentadas por las aproximaciones jesuitas a la descripción y el estudio e la naturaleza sudamericana durante los doscientos años de la presencia de la Compañía en el continente. Puesto que muchos de los jesuitas fueron reclutados entre los criollos, ello provocaría un fuerte tinte patriótico en las historias naturales generales y locales, y el creciente número de las mismas sería una consecuencia del desarrollo institucional de la Compañía en tierras sudamericanas a lo largo del siglo XVII. Aunque la obra de Acosta fue muy alabada, su modelo no lo fue tanto, por lo que muchos decidieron centrarse en una región concreta y no en todo el continente: Cobo se centraría casi exclusivamente en Chile, y no pretende tanto mostrar la unidad fundamental del mundo como Acosta, sino reflejar las diferencias entre Europa y América. En Ovalle y Rosales encontramos una construcción narrativa de la superioridad del clima y la fauna chilenas sobre las europeas. El primero focalizaría su discurso en lo maravilloso y en lo inusual, recordando el árbol que se asemeja a Cristo en la cruz, o la aparición de monstruos tras una erupción volcánica en las tierras mapuches. Ovalle entendía estas maravillas como el deseo divino de convertir a los mapuches. Rosales, por el contrario, enfatizaba más la generosidad de la naturaleza chilena que sus maravillas, aludiendo así a la riqueza de sus tierras,la altura de los Andres y sus riquezas minerales, reflejando todo ello el favor divino, a la vez que enfatizaba el carácter endémico de la fauna y de sus plantas medicinales. Anticipándose a las críticas jesuitas contra Cornelis de Paw, desarrolladas por González de Molina, Ovalle presentaba una encendida defensa de la naturaleza chilena.

INDICE.

Part I.Missionary Ethos. 1. Jesuit Struggles in Peru. 2. Confessing the Power of Heal. 3. Christianizing Demonic Knowledge.

Part II. Colaborative Entreprise. 4. Science and Expansion. 5. Astronomy between Chiloe, Lima and Rome. 

Part III. Natura ad Maiorem Dei Gloriam. 6. The two faces of Acosta´s Historia Natural y moral de las Indias. 7. The irreductible difference of America. 8. Local Nature, Local Histoires.

Epilogue: The Jeusit and the Armchair Philosopher.

Datos de la obra:  Andrés I. Prieto, Missionary Scientists. Jesuit Science i n Spanish South-America 1570-1810, Vanderbilt U.P., 2011.


BILL FORSYTH: LOCAL HERO (1983). Arturo Morgado García

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Entre las varia res a las que hacemos alusión en el encabezamiento de este blog, no nos hemos resistido a la tentación de hablar nuevamente (ya lo hicimos el 16 de marzo de 2010) de esta modesta producción británica, tanto por su mensaje, claramente ecologista, como por el hecho de que constituye un buen ejemplo de que para hacer un buen cine no son necesarias grandes estrellas, presupuestos de infarto, o increíbles efectos especiales, sino, tan sólo, contar con una buena historia y tener cierta sensibilidad. La trama está ambientada en el norte de Escocia, donde una poderosa compañía petrolera radicada en Houston desea realizar unas prospecciones. Sus directivos envían allí a uno de sus empleados, en compañía de otro que vive en Gran Bretaña, para negociar con los lugareños la compra de sus tierras, a lo que todos acceden encantados por los grandes beneficios que les reportará la operación. Pero uno se niega: un pescador propietario de una playa, al que le encanta el lugar donde reside, y que no piensa moverse de allí bajo ningún concepto. El director de la compañía (papel protagonizado por Burt Lancaster) viaja expresamente para intentar convencerle, pero infructuosamente, y no sólo eso, sino que descubre encantado que esa playa es un lugar privilegiado para realizar observaciones astronómicas, a las que es muy aficionado, por la limpieza de su atmósfera. Finalmente, el director de la compañía regresa a Estados Unidos, el empleado también, pero echando de menos ese paraje de ensueño.


La película es una pequeña maravilla: los hermosos paisajes de las costas del norte de Escocia, mostrándonos un entorno natural presuntamente idílico y poco perturbado por la tecnología moderna, la música (la banda sonora, muy conocida, es de Mark Knopfler), la ambientación, en un pequeño pueblo escocés, donde las típicas vacas escocesas interrumpen el tránsito de los coches que cruzan las estrechas carreteras, el automóvil de los protagonistas atropella a un conejo al que recogen para curarlo, las playas son solitarias y están llenas de gaviotas, en el único pub del pueblo los tripulantes de un pesquero soviético (todavía existían) confraternizan con los lugareños, el empleado procedente de los USA se enamora de la mujer del dueño del pub, el que trabaja en Gran Bretaña se enamora de una naturalista que estudia la fauna de la zona....es un canto a la naturaleza y a la ecología en una época (inicios de los ochenta) en la cual ese tema, al menos en España, todavía estaba en pañales, y nadie hablaba del cambio climático, el deshielo de los casquetes polares o la disminución de la capa de ozono.

http://www.youtube.com/watch?v=9R2dsmggw6E

Datos del film: Bill Forsyth, Local Hero (Un tipo genial), Reino Unido, 111 min. La película habla de la localidad de Ferness, pero en realidad el film se rodó en Pennan, en el condado de Aberdeen.

DAVID J. WEBER: BARBAROS (2007). Arturo Morgado García

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El propósito inicial de este amplio estudio era el de proponer una presentación comparada de las poblaciones indígenas de las principales fronteras del imperio español de América en un periodo determinado : desde mediados del siglo XVIII hasta 1810, un momento histórico que abarca el reinado de Carlos III, entraña el momento de mayor influencia de la Ilustración y se acaba con el inicio del proceso de independencia. La obra consta de seis capítulos, todos abocados al estudio de un aspecto particular de la presentación de las poblaciones indígenas  no sometidas directamente al poder español.

La presentación de indios indómitosbravosgentilessalvajes y bárbaros que propone el libro es ante todo el reflejo de la construcción ideológica y política de sus fuentes españolas, aunque se autorice incursionar más de una vez en los procesos de cambios, adaptaciones, recomposiciones, recreaciones, etc. de los grupos indígenas aludidos. La perspectiva elegida es explícita desde la apertura del libro : en contra de la moda, me concentro más en los observadores que nos han legado sus observaciones que en los observados.

De forma muy analógica, el libro se abre sobre la expedición « científica » de Alejandro Malaspina (1789-1794). El primer capítulo, « los sabios, los salvajes y las nuevas sensibilidades », le permite a David Weber a la vez dar a su libro la dimensión continental del viaje y delinear los ejes temáticos tratados más específicamente en los siguientes capítulos, retomando los enfoques privilegiados por los informes del capitán italo-español. De hecho, la mirada ilustrada de Malaspina sobre los indígenas independientes, desde los indios huiliches de la Patagonia chilena hasta los nutkas de la costa noroeste de Canadá, permite introducir a la problemática de las relaciones de la Corona española en materia comercial y diplomática con estas poblaciones que vivían fuera de su soberanía formal. Permite también esbozar las políticas misioneras y bélicas implementadas para con ellos, que serán objeto de los capítulos siguientes. Los estudios que se suceden a continuación tratan de forma individual los temas anunciados en este capítulo liminar. 

« Salvajes y españoles : la transformación de los nativos » se dedica a examinar los diferentes tipos de respuestas presentadas por las sociedades « nativas » frente a la presión colonial. « La ciencia de criar hombres » examina las dinámicas misioneras en esta zonas de contacto, en un contexto marcado por un fuerte intervencionismo político (la expulsión de los jesuitas, la secularización de las órdenes religiosas) y las redefiniciones ideológicas de los salvajes, infieles y gentiles a quienes se pretendía evangelizar. « ¿Una buena guerra o una mala paz ? » expone las vacilaciones de funcionarios y gobernadores militares entre la opción bélica –la guerra, en sus versiones defensiva u ofensiva– y una política de pacificación más diplomática  de los indios insumisos que incursionaban con regularidad en las provincias periféricas del imperio. Allí aparece claramente la ventaja de la perspectiva comparatista elegida : la variedad de opciones privilegiadas en función de los contextos locales –desde la guerra ofensiva contra los apaches del norte novohispano hasta la paciencia y los tesoros de diplomacia desplegados en el sur chileno– da la medida de la falacia que consistiría para el investigador en atenerse a las posiciones oficiales. Se desprende que si Carlos III y sus consejeros parecían más bien reacios a recurrir a la fuerza militar y privilegiaron efectivamente una política defensiva « profesionalizada » (fortines, tropas especializadas etc.), en la práctica nunca se descartó ninguna solución. La conclusión del capítulo sugiere incluso claramente que más que la regla, lo que prevaleció fue la excepción. Lo que sí, los avatares vividos en los enfrentamientos con los indios llevaron con el tiempo a privilegiar una mala paz antes que una buena guerra, por razones que tenían que ver tanto con perspectivas ilustradas como con consideraciones más pragmáticas.

 « Comercio, regalos y buen trato » prosigue oportunamente este panorama, y remarca la creciente importancia, en las postrimerías del siglo XVIII, de los intercambios comerciales, de la diplomacia de los regalos como mejor instrumento de control de las poblaciones enemigas –y de los ensayos destinados a buscar soluciones para aliviar los gastos de guerra, en un momento en el que la Hacienda Real no se encontraba en su mejor momento. Si bien no se trataba propiamente hablando de una estrategia inédita –recordemos las fases de paz mediante compra que había prevalecido en los siglos anteriores con los indios genéricamente llamados chichimecas, en el norte, o con los mapuches en el sur chileno, el autor subraya la nueva conceptualización llevada a cabo por parte de los funcionarios y pensadores borbónicos. Por fin « Cruzar las fronteras » procede a un cambio de escala, abandona el nivel de las políticas globales, enfocándose más específicamente en la vida cotidiana, y en las experiencias concretas de los actores. Se adentra en las relaciones muy nutridas entre ambos lados de unas fronteras extremadamente porosas, y entre unos actores cuya identidad aparece también mucho más compleja de lo que su pertenencia formal a tal o cual grupo socio-étnico dejaría suponer. Las vivencias de cautivos, traficantes, renegados o lenguaraces, de toda esa franja de españoles indianizados presentan el anverso necesario del cuadro también muy borroso e inestable de los indios hispanizados mucho más presentes en la historiografía. 

Extractado de la reseña publicada por Christopher Giudicelli en Nuevos Mundos. Mundos Nuevos, 2010. Datos de la obra: David J. Weber, Bárbaros. Los españoles y sus salvajes en la era de la Ilustración, Barcelona, Crítica, 2007.


NURIA VALVERDE PEREZ: ACTOS DE PRECISION (2007)(I). Arturo Morgado García

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Entre finales del siglo XVII e inicios del siglo XVIII los científicos comienzan a consolidarse como comunidad, y a adquirir presencia social. Se los identifica como productores de un saber universal garantizado por el juicio crítico de los miembros de la comunidad denominada la República de las Letras. Gracias a la vigencia de determinados códigos de cortesía, que regulaban la transacción de la información, durante mucho tiempo se pudo sostener el entramado de relaciones que la caracterizaban. Pero a partir de 1720 dichos códigos evolucionaron  para garantizar que la comunicación respetara determinadas normas de control, contribuyendo a ello la expansión de la prensa periódica y la evolución del mercado editorial, que pusieron de manifiesto las contradicciones entre las exigencias de la cortesía, los intereses económicos y el concepto de información útil y fiable. El problema de la República de las Letras radicaba en que sus preocupaciones eran las de la comunidad de eruditos, y su audiencia se identificaba con los mismos miembros que la componían. Una de las consecuencias de este modelo fue el desinterés por las aplicaciones prácticas del conocimiento, otra que la cortesía encerraba sus tiranías, y el mérito de los trabajos era secundario frente al formalismo de las relaciones.

En la Ilustración emerge una nueva República que será el reverso de la antigua. Se pone en entredicho la autoridad del conocimiento erudito y libresco, demasiado tedioso y alejado del mundo. Para combatirla, se utiliza a menudo la metáfora del conocimiento como viaje, metáfora que abre camino a la idea del error como imprecisión, y que podía ser evitado por medio de una rigurosa disciplina. La utilidad entra a formar parte de los criterios básicos de orientación del saber. Las estrategias de redacción de textos, las formas de recabar datos y la gestión de la credibilidad se ligaron a la aparición y generalización de los instrumentos mecánicos, y con ello comenzaría la andadura de la historia de la objetividad, es decir, la historia de cómo determinado modo de crear información, aún vigente, llegó a cobrar autoridad.

En España los síntomas de esta nueva relación con el saber comenzamos a verlos con los novatores de finales del XVII, en la obra anónima Sinapia, o en la fundación del Real Laboratorio Químico en 1694, que en 1721 se fusionaría con la Real Botica, cuya andadura se remontaba a 1594. Durante el primer tercio del siglo XVIII se ponen en marcha algunas iniciativas para fomentar la cultura científica, como la creación de la Academia Médico Matritense (1734), la fundación del Real Seminario de Nobles (1725), o la publicación del Teatro Crítico de Feijóo (iniciada en 1726). Pero para incorporarse a las dinámicas europeas hacía falta fomentar los instrumentos de recogida de datos (aspecto en el que había un notable retraso), renovar la docencia sobre todo introduciendo las prácticas experimentales, y modernizar la lengua para crear un nuevo vocabulario que familiarizara al público con los nuevos objetos. A partir del reinado de Fernando VI los nuevos instrumentos comienzan a poblar espacios como aulas, periódicos, academias, talleres artesanales y gabinetes particulares, fundándose los Observatorios astronómicos y organizándose expediciones científicas.

Extractado de Nuria Valverde Pérez, Actos de precisión. Instrumentos científicos, opinión pública y economía moral en la Ilustración española, Madrid, CSIC, 2007, pp. 13-27.

NURIA VALVERDE PEREZ: ACTOS DE PRECISION (II). Arturo Morgado García

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La necesidad de generar conocimiento preciso, con números y datos fiables, era algo que los dirigentes españoles del siglo XVIII entendían muy bien. No hace falta más que remitirse a la elaboración del Catastro de Ensenada y a la preocupación constante tanto en la Península como en América por definir sin ambigüedad los límites fronterizos y las producciones locales, o por buscar el método más adecuado para elaborar mapas que no estuviesen sujetos a continuas revisiones o alteraciones. Si la insistencia de la comunidad científica en la objetividad es en parte una respuesta a las presiones foráneas, en el caso del imperio español esto estaba muy claro, sobre todo en lo relativo a la necesidad de estabilizar las colonias americanas. También se manifiesta en la inversión realizada en el Observatorio Real de la Marina en Cádiz (1753), que luego comenzaría a cobrar importancia a partir de la publicación del Derrotero de las costas de España de Tofiño. En otros ámbitos se estaba trabajando en la recolección de datos precisos, como la Real Academia Médico Matritense, que en 1737 puso en marcha el proyecto de las Efemérides barométrico.médicas.

A mediados del siglo XVIII, la ciencia europea todavía tiene un componente azaroso. La profesión de científico, vinculada a un organismo estatal y asalariado, no aparecerá en Francia hasta la revolución, cuando se potenció definitivamente la aparición de una conciencia de un grupo por medio de un proceso de definición de sus funciones. En Rusia Pedro el Grande llevaría a cabo una política mixta, reclutando a científicos extranjeros y creando centros de formación autóctonos, surgiendo así el investigador profesional, asalariado del Estado, cuya importación comporta la de su propia red de contactos, garantizando al mismo tiempo la lealtad, la circulación de la información y la representación internacional.

En España la ciencia presenta una clara militarización desde inicios del XVIII. El proceso comienza con los ingenieros y marinos, y se va extendiendo a otras ramas como la medicina y la botánica. Las inversiones se dirigen a proyectos a medio y largo plazo, y la propiedad de resultados e instrumentos queda en manos de la corona. Esto coincide con el surgimiento de los espacios de opinión pública, en un contexto de discusiones políticas. Así tenemos al partido aragonés, representado por Aranda, que opta por la militarización social vinculada a las hipótesis cameralistas,con el apoyo de figuras como Sarmiento, y que no hace sino profundizar en la orientación del desarrollo científico militarizado iniciado por Patiño. La opción contraria, la de Campomanes, desde unos planteamientos agraristas, con una importante influencia de los fisiócratas, plantea la necesidad de organizar a los mediadores naturales del mundo rural, la nobleza provinciana y el clero, y de redefinir su función social como eslabón entre los proyectos centralizados y su ejecución concreta, es decir, entre las academias y el público.

Extractado de Nuria Valverde Pérez, Actos de precisión, Madrid, CSIC, 2007, pp. 27-53. Ilustración: Observatorio de San Fernando (Cádiz).

NURIA VALVERDE PEREZ: ACTOS DE PRECISION (III). Arturo Morgado García

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Desde el primer tercio del siglo XVIII, los instrumentos científicos comienzan a cobrar presencia social en la corte, despunta un incipiente mercado ligado al ocio y la docencia, y las aulas se convierten en escenarios desde los que se enseñan los usos y destrezas asociadas a ellos, abriendo sus puertas al público nuevos centros destinados a la producción de conocimiento científico. El conocimiento ha de ser público, porque de no ser así le faltaría credibilidad. Y su adquisición y ejercicio se relacionan con el bien común, el prestigio del país, y la honra al Rey.

En 1737 se iniciaba la publicación de las Ephemérides del barómetro y thermometro de Francisco Fernández Navarrete, médico de cámara de Felipe V, y miembro de la Academia médica matritense. Su objetivo era mejorar el procedimiento de realización de las observaciones médicas y de los experimentos, a la vez que garantizar la uniformidad de los métodos para recabar los datos. Lo que se pretendía era presentar conjuntamente las efemérides metereológicas y las observaciones médicas que hacían referencia a las enfermedades registrada sa lo largo del mes, es decir, verificar con observaciones la tesis hipocrática de la ifluencia del clima en la salud. Para ello se utilizarían un termómetro florentino de 40 grados de ascenso y 40 de descenso, y un "común" barómetro inglés.Se pretendía sobre todo establece regularidades, en la línea del llamamiento realizado en 1723 por James Jurin, secretario de la Royal Society, para que los interesados enviaran anualmente observaciones metereológicas. La ciencia, de este modo, dejaba de preocuparse por lo excepcional, y la inquietud se derivaba hacia la constancia y la permanencia. Los participantes en el proyecto de la Academia madrileña debían registrar diariamente presión, dirección del viento, estado del tiempo, fases de la luna, temperatura, temple del aire (sensación de frío o de calor), y distintos fenómenos metereológicos. Mensualmente se publicarían las observaciones realizadas. El modelo de las Ephemerides se repitió muchas veces a lo largo del siglo. Dos años más tarde nacía la Farmacopea Matritensis, realizada por el Real Protomedicato, peor cuyo usufructo se cedió al Real Colegio de Boticarios de san Lucas. Se determinó que dispusiera de un jardín botánico y de un laboratorio clínico, y el boticario Cristóbal Vélez impartiría por primera vez en España clases de botánica. El Jardín se inauguraría en 1751, pero aún antes se abrieron al público las puertas de la institución.

A mediados del siglo instrumentos y máquinas se vuelven comunes, y el jesuita checo Johan Wendlingen, que fuera maestro de matemáticas del futuro Carlos IV en torno a 1760, escribía que los españoles eran sumamente amantes de las curiosidades y artefactos, anteponiendo éstos a las ciencias. Ya en 1713 aparecen autómatas en espectáculos populares, y Fernando VI fue muy amante de ese tipo de ingenios. El Seminario de Nobles de Madrid contribuyó enormemente a la concepción de los espacios científicos como centros de manipulación de máquinas y transmisión de destrezas, y los productos estrella fueron en la década de 1760 los artilugios ópticos, como las cámaras oscuras o los microscopios. El acontecimiento clave fue la reorientación de la docencia jesuita hacia el experimentalismo, en un proceso muy semejante a lo acontecido en Alemania. Fundado en 1725, el Seminario de Nobles, que tenía como misión enseñar aquellas facultades de Ciencias y Artes que más pudieran adornar a la nobleza, careció en principio de instrumentos científicos, pero en las conclusiones presentadas en 1751 por José Pesenti, marqués de Montecorto, ya se nos habla del estuche matemático, el telescopio de doble reflexión, el cuarto de círculo, la cámara oscura, y el microscopio de reflexión. Un año antes Fernando VI concedía a los caballeros seminaristas el derecho a optar a la concesión de cargos administrativos, y ello supuso un triunfo para los jesuitas a la hora de competir con las instituciones docentes militares y las universidades.

La tradición jesuítica, que nunca se opuso a explicar teorías con las que en principio no se estaba de acuerdo, registrándolas como parte del imprescindible conocimiento histórico, era una buena plataforma para la penetración de las nuevas corrientes. La XVI Congregación General de la Compañía, convocada en 1731, abría las puertas a la enseñanza de la física por medio de experimentos, y la XVII de 1751 cuestionaba la excesiva atención que se le prestaba a los excursos históricos, lo que muestra el giro que se estaba tomando. En las tesis dirigidas por José Calzado en 1754 los alumnos debían explicar las tesis principales de 15 auores del XVII y de 22 del XVIII, entre los que nos encontramos a Tycho Brahe, Francis Bacon, Kepler, Galileo, Harvey, Kircher, Lipsio, Christian Thomasius (fundador de la Ilustración alemana), Feijóo y Mayans. En 1757 tenían lugar unas conclusiones de matemáticas, defendidas entre otros por Gaspar de Molina, futuro marqués de Ureña, y fue el conde de Aranda el encargado de hacer las preguntas relativas a aquéllas. Ese mismo año se publicaba el Curso de Phisica experimental de seis tomos, una traducción del abate Nollet realizada por Antonio Zacagnini. La promoción de un conocimiento experimental por parte de los jesuitas también la observamos en el Palacio, el Colegio Imperial, la Academia de Bellas Artes de san Fernando y la prensa.

Extractado de Nuria Valverde, Actos de precisión, Madrid, CSIC, 2007, pp. 55-107.

NOS DEJÓ LAWRENCE DE ARABIA. Arturo Morgado García

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No era uno de nuestros actores favoritos (nunca nos gustaron sus ojos azules, nos parecían un tanto inquietantes, aunque lo mismo le pasaba a Sila), pero tuvo unas cuantas interpretaciones absolutamente antológicas, como Enrique II Plantagenet en Becket (1964), cuyo rodaje estuvo acompañado de continuas borracheras junto a Richard Burton, de nuevo Enrique II en El león en invierno (1968), en un auténtico tour de force junto a nuestra siempre adorada Katharine Hepburn, el atormentado y criminal general Tanz en La noche de los generales (1968), probablemente una de las primeras películas en las que se nos muestra la conspiración del 20 de julio y el ambiguo papel de Erwin Rommel en la misma, su entrañable fiasco como protagonista en Adiós Mr. Chips (1969)(el papel no le va en absoluto, pero le tenemos un cariño particular a la historia), el incompetente y arrogante Lord Chelmsford, responsable en última instancia de la derrota británica de Isandlwana tan bien narrada en Amanecer Zulú (1979) Reginald Jonston, atildado preceptor de Pu-Yi en El último emperador (1987), y algún papel más alimenticio últimamente, como Príamo en Troya (2004), o el papa Paulo III en Los Tudor (2007).

Pero donde demostró todo su talento, y donde todos le recordamos, es en su magistral interpretación de Lawrence de Arabia (1962), hasta el punto de que cada vez que contemplamos alguna fotografía de Thomas Edward Lawrence siempre intentamos encontrarle algún parecido con Peter O´Toole. Aunque la película omite algunos episodios de la vida del protagonista, como sus excavaciones arqueológicas en Palestina antes de la Primera Guerra Mundial (es un detalle poco recordado, pero su tesis doctoral leída en 1910 versó sobre La influencia de las Cruzadas en la arquitectura militar europea, donde aborda, entre otros, el célebre Krak de los Caballeros), en líneas generales refleja bastante bien no tanto su singladura vital como su complejo perfil psicológico, inseguro, indisciplinado, cruel en ocasiones, sexualmente ambiguo, de una energía inagotable, y de una voluntad a toda prueba. Y nos quedamos con la frase que pronuncia en su primer encuentro con el jerife Alí (Omar Sharif, también en estado de gracia en esta película): Mi miedo es cosa mía.

NURIA VALVERDE PEREZ: ACTOS DE PRECISION (IV). Arturo Morgado García

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El uso dado a los instrumentos en el Seminario de Nobles representaba la cara más pública de la ciencia, pero el Observatorio del Colegio Imperial (1750) y la Casa de la Geografía (1752) no fueron objeto de espectáculo, aunque la corona se gastara 600.000 reales en dotarles de instrumentos científicos. Estas instituciones han sido muy olvidadas, sobre todo porque no obtuvieron logros concretos.

Lo cierto es que será la expedición científica la que marque el panorama cultural. La progresiva imposición de los instrumentos de precisión y la concepción de la expedición como instrumento de recabación de datos está asociada a la evolución de la autoridad de la Compañía, ya que el Tratado de límites con Portugal hacía necesario fijar la frontera de unos territorios que hasta el momento habían sido cartografiados por los jesuitas, sin criterios matemáticos en muchas ocasiones, pero con una gran riqueza de datos. De hecho, la capacidad de la orden para suministrar información de la geografía e historia natural de los rincones más remotos de la tierra era lo que en principio constituía la base de su incorporación al proyecto moderno de reorganización científica del mundo.

Pero la puesta en marcha de las expediciones de demarcación tiene lugar tras un largo proceso de cuestionamiento de la participación de los jesuitas en las redes de larga distancia. La falta de un modelo matemático y las incoherencias topográficas hacían que fuera difícil ensamblar los diferentes mapas jesuitas para producir una imagen general, y las insuficiencias de su historia natural ya habían sido señaladas por los académicos europeos. La nueva Repúlica de las Letras relaciona el discurso científico con la universalidad de los conocimientos, ideal sustentado sobre la base de la independencia de juicio, la sociabilidad y el cosmopolitismo, y este ideal emerge a la vez que las dinámicas imperiales. El imperio y la universalidad del conocimiento se vinculan a través de una compleja relación entre la construcción de redes, la creación de nuevos instrumentos y la fundamentación de la autoridad intelectual. El papel de los científicos extranjeros, físicamente distantes, era considerado central a la hora de juzgar imparcialmente el mérito de los trabajos de un colega. Pero pervivía la idea de un desigual desarrollo regional o nacional del conocimiento y la información que se daba se seleccionaba dependiendo de la religión del destinatario. El proceso de definción de la comunidad científica está lleno de exclusiones, y como comprobaron Jorge Juan y Antonio de Ulloa en Sudamérica, era difícil hacerse valer como científico cuando la procedencia y los contactos no le identificaban a uno de antemano como un posible miembro de la comunidad. La América española se convirtió en un lugar apropiado para la redefinición de la actividad científica. Durante el siglo XVII la escasa información que llega procede sobre todo de los misuoneros, pero a medida que Gran Bretaña se define como un imperio colonial, con un sentimiento nacionalista antiespañol y anticatólico, la necesidad de información sobre el continente americano se haca más acuciante. Si bien la Royal Society nunca se decantó hacia un anticatolicismo militante, los jesuitas estuvieron tácitamente excluidos de ella y de la Académie des sciences (aunque ésta en 1699 permitía que los religiosos fueran miembros honorarios o correspondantes).

Hacia 1640 los jesuitas ya habían consolidado el 90% de su propia red de comunicación, que permitía la circulación del conocimiento entre las periferias exóticas y los nodos europeos. Se especializaron en las distintas ramas del saber con la ifalidad de satosfacer las demandas de la distintas cortes europeas de producciones naturals y curiosas, para así lograr apoyo económico con el que llevar a cabo sus tareas ecuménicas. Aunque considerada irrelevante su participación en las redes científicas hasta hace muy poco, desde los estudios de Florence Hsia se ha cambiado de opinión. La comunidad internacional estimaba que la utilización de las redes jesuitas suponía un adelanto indiscutible para la realización de empresas científicas, y ello se ve muy bien en la astronomía, en la que la repetición y la acumulación comenzaban a jugar un papel primordial, creando la Compañía una red en filigrana con observadores en Pekín, Goa, Madrid, Río de Janeiro, Madrid, Heidelberg, Milán, Vilna y Viena.

En el campo de la botánica, la quina, utilizada como medicamento (aunque su difusión encontró resistencias debido a la falta de una posología correcta y a la falta de credibilidad de los jesuitas en Francia y el mundo protestante) se embarcaba desde los colegios jesuitas de Lima y Callao y llegaba a Sevilla, desde donde se enviaba a Roma, donde se ubicaba el centro de control de este medicamento. Los jesuitas tenían clara su utilidad, pero no fue así en el resto de Europa, hasta que los médicos de corte de Inglaterra y Francia, ajenos al fanatismo que se suponía a españoles y jesuitas, comenzaron a justificar su utilización. Los jesuitas controlaban todo el proceso productivo de la quina y no tenían problemas en identificar la planta, pero lo que ellos mostraban (los polvos utilizados como medicamento) no permitían su identificación pública en Europa, lo que les restaba credibilidad. Y esta falta de credibilidad afectaba al conjunto de la Compañía: Robert Boyle consideraba que ordenaban los datos de forma que fuesen congruentes con su dogma religioso, y la dispersión de sus intereses, estudios, escenarios y lenguajes les impedía que realizaran un trabajo de calidad. La diversidad obligaba a la superficialidad, y su tendencia al espectáculo y la maravilla sesgaba la información. Los jesuitas podían ser utilizados como agentes bien entrenados, pero la valoración de sus resultados debería realizarse en otra parte. Aunque no se dudaba de su competencia astronómica, sus microespacios como gabinetes, boticas o museos, comenzaron a ponerse en entredicho por su tendencia a la singularidad, y la carencia de continuidad en las labores de indagación. Sir Robert Moray, miembro de la Royal Society, diría de Kircher "es un mojón útil en filosofía y buena literatura. Trabajadores minuciosos terminarán lo que él meramente desbroza". Christopher Wren calificaría sus experimentos como "simples trucos y otras cosas para despertar la admiración".

Los jesuitas habían pasado de ser testigos del mundo a representantes de un particularismo insustancial y frívolo. Además de esto, en el primer tercio del siglo XVIII un nuevo factor vino a asociarse a la crítica de las colecciones naturales basadas en la maravilla, a saber, el deseo de laspequeñas naciones comenzaran a pensar en la posibilidad de transplantar plantas exóticas y de experimentar usos alternativos de las plantas locales. Esta idea, ejemplificada en Linneo, dio lugar a una potenciación de las redes de larga distancia que afrontaría dos cuestiones, la del tráfico de ejemplares botánicos vivos y la de crear una nomenclatura botánica universal. La utilidad económica de los trabajos científicos se asociaba a los intereses nacionales y los secretos de estado.

Extractado de Nuria Valverde Pérez, Actos de precisión, pp. 129-140. Ilustración: los jesuitas Mateo Ricci y Adam Schall en China monumentis (1667) de Kircher.
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